Martes

por TilyBurgos

Martes

A la medianoche, las presencias urbanas se vuelven timoratas y no se muestran con tanta frecuencia; de vez en cuando se ven los guiños de algún auto que no va a menos de 60 kilómetros por hora. En una bocacalle, por el cruce de uno de estos intrépidos vehículos, Hugo se ve obligado a clavar el freno e insultar levantando su huesuda mano izquierda con el anular extendido. El Huracán 73 se apaga. Intenta dar marcha, pero su sed de ahorro le sugiere empujar el auto para no gastar la poca nafta que le queda. Se baja y empieza a empujar. Aparece la adorable viejecita caminando muy lentamente a la par del vehículo e intentando agarrar la manija de la puerta. Hugo ve como se esfuerza la anciana y decide parar. La señora abre la puerta, se sienta y se desplaza a la izquierda para que Hugo pueda escuchar, por las dudas también abre la ventanilla:

-Buenas noches, joven- mira la apariencia del chofer y maternalmente le pregunta- ¿No tiene un saquito para ponerse?

-No tengo frío.

-Allá, usted. Sería tan amable de llevarme atrás, pero sin dar la vuelta.

Hugo piensa que la única forma de ir para atrás sin girar en U es ir derecho en forma recta, al ser una circunferencia la tierra, si uno va derecho tarde o temprano se llega al lugar de dónde se partió. Son un problema, los mares, lagos, ríos, glaciares, desiertos, bosques y todo lo que uno se puede encontrar. Hugo se da cuenta que puede pensar y hacer otra cosa al mismo tiempo y comienza a empujar el auto al ver que la viejecita por aburrimiento ya se metamorfoseó a extraterrestre y que su oveja después de meéarle un rezo al pasajero se acercó a su ventanilla y empezó a comer su mano derecha, reclamándole un poco de movimiento. Colón tenía esta ambición- reflexiona, lo mira al marciano y éste se señala la cabeza en señal de que sabe lo que piensa- y teóricamente lo pudo comprobar. Yo también lo puedo comprobar teóricamente, ya que prácticamente me sería imposible cruzar el mundo con el Huracán 73. Si fuese anfibio sería otra cosa. Con lo enorme que es este planeta no puedo imaginar lo inmensa que sería la recompensa por una vuelta. Empujando no voy a llegar muy lejos.

-Señor extraterrestre, la viejecita me dijo que la debía llevar hacia atrás sin retomar, pero se me hace imposible.

-¡Meé, meé!- le refriega la oveja queriendo decir: ¡Para los ganadores nada es imposible!

-Joven, que usted no esté pensado en la comida es una muestra de entereza asombrosa; sin embargo, me parece que usted está pensando en nada.

-Es cierto, la mayor parte del tiempo pienso en boberías-se disculpa Hugo.

-Meé-termina de comer la mano de su amo y decide dar por terminada su alimentación hasta la mañana.

-¿Cómo hace entonces si tiene que ir hacia atrás sin poder retomar?- intenta el extraterrestre razonar con Hugo.

-Creo que así no vamos a llegar a ningún lado; le acabo de decir que no tengo la menor idea de cómo hacerlo.

-¡Meé, meé!- se burla la oveja pues ella aparenta saber la respuesta.

-Joven, la respuesta es simple, usted se da vuelta, mira hacia atrás y empuja el auto hasta que le diga que es suficiente.

-¡Tiene razón!- Hugo toma fuerzas y empuja.

-Meé- le felicita la oveja con un tibio aplauso.

La lluvia estática cubre el cuerpo del extraterrestre y se transforma en la niña con flequillo en la nuca y pelo largo tapándole el rostro:

-Es importante- recomienda la niña- que se descanse bien si se quiere conseguir un plato con alimento.

Hugo intenta enjugarse el sudor de la frente por el esfuerzo que está realizando y descubre que la fatiga comienza a producirle ilusiones, ya que transpira sólo en las partes que aun continúan con piel y no es el caso de su mollera. Necesito dormir, se afirma en silencio y declara:

-Yo…-se le escapa un bostezo al observar a su oveja sentadita, con el cinturón de seguridad puesto y la mirada hacia adelante -… voy a empezar a tenerlo en cuenta. Usted me dice hasta dónde.

-Tres pasos más… Si es cuestión de dinero la tranquilidad de tu sueño, todavía estas a tiempo de vender el bidón que guardas-. La niña sufre la tormenta de puntitos negros y blancos.

Hugo recuerda el bidón en el baúl y el valor que le intentaron cobrar en la estación de servicio: diez pesos. La masa de puntitos toma el tamaño y las características del rápido loro:

-Te doy cuatro pesos por bidón- con su pico saca de entre sus plumas un fajo de billetes. Retira cuatro de a peso.

Al ver tanto dinero las cuencas vacías de Hugo emiten un dorado destello y retruca:

-Si me das cinco pesos cerramos trato.

-OK- retira un billete más, le entrega los cinco y vuela hacia el baúl.

Hugo, orgulloso de su habilidad en los negocios, deja de empujar y camina para entregar su parte del contrato. El loro intenta levantar el bidón vacío con el pico y al notar que se le hace imposible regresa al tamaño del extraterrestre:

-Que sea de su provecho, joven -comenta-; espero que sepa invertirlo.

-Nada me va a dar tanta ganancia como lo que tengo pensado-. Hugo agarra la recompensa del viaje: un bidón con dos litros de nafta. Vierte el contenido en el tanque y luego guarda el bidón en el baúl. Abre su puerta, mira a su copilota y con actitud burlona le muestra los cinco rugosos billetes. La oveja se babea y extiende sus patas delanteras hacia el dinero:

-¡Meé!-le ordena que vaya a comprar dulce de leche.

-No, no, no- Hugo niega con la cabeza y se coloca su tesoro bajo el elástico del calzoncillo-. He cumplido todas mis obligaciones contigo y ninguna para conmigo. Esta plata es mía y esta vez la voy a usar para mí. Estos cinco pesos son para conseguir un estacionamiento y así el Huracán y yo podremos dormir como corresponde.

-Meé, meé- Me parece bien, pero no te lamentes en el futuro, le aclara.

Hugo sonríe y empieza a empujar el auto (continúa con el pensamiento de ahorrar nafta) hasta el estacionamiento más cercano. Cuando llega, saluda al manco encargado y le suplica por cinco pesos un espacio por toda la noche. El encargado se identifica con Hugo al ver que también está siendo engullido y le lanza una furibunda mirada a su propia oveja, que se encuentra sobre la alfombra para limpiarse los pies, comiendo la carne de su mano derecha:

-La tarifa por noche es casi el doble. Generalmente no se me está permitido hacer descuentos tan importantes- le explica moviendo su brazo sin mano-… Ayer le hubiese dicho que no para quedar bien con los jefes. Hoy mi oveja comenzó a comerme y ya no le temo tanto a las consecuencias…  Estaciona donde puedas. Mañana me pagas.

-Gracias, gracias.

-De todas formas, le voy a pedir que se marche apenas amanezca; para qué no me meta en más problemas de los que tengo.

-Muchas gracias. Le debo una.

-Si no nos ayudamos entre nosotros que nos queda.

-Meé, meé- la oveja de Hugo imita irónicamente la frase del encargado y suelta una rumiante carcajada. La otra oveja deja de comer la mano y también ríe.

Hugo empuja hasta el único lugar vacío que queda en todo el estacionamiento. Entra al auto, se sienta exhausto y con un cortado hasta mañana, se duerme. La oveja acerca su morro al lugar donde antes estaba la oreja derecha y le enseña cómo debe soñar: Hugo está en el medio de un interminable laberinto. Dobla una esquina y se encuentra con un muro en donde cuelga un cuadro con la imagen del vendedor de autos y  su sonrisa de buenos días. Cambia la dirección una y otra vez, y una y otra vez aparece el mismo cuadro con el rostro del vendedor. Para comprobar que no está siguiendo el mismo camino decide destruir el cuadro. Se ensaña de tal manera que sólo pequeños rastros de esa siniestra sonrisa quedan sobre el gris cemento del laberinto. Regresa en sus pasos y en la esquina dobla a la izquierda, luego a la derecha y otra vez se encuentra con un cuadro en impecable estado. Regresa en sus pasos y busca los rastros de su destrucción. En el suelo no encuentra nada; colgado del muro aparece un espejo del mismo tamaño y con igual marco que el cuadro. Se ubica a la distancia suficiente para que su reflejo sea de cuerpo entero y lo más cerca posible para poder apreciar bien los detalles. Permanece quieto, mirándose en el espejo, tratando de acordarse cuales eran las facciones que tenía: lunares, cicatrices, manchas, imperfecciones, pelos, curvas, llanuras. Ahora es un esqueleto más de tantos otros. Dentro de los muros del cementerio los esqueletos se diferencian entre sí sólo por el sexo al cuál pertenecieron. Esta masificación de las personas lo enfurece, corre hacia el espejo y lo destruye descargando toda su violencia. Aun con ira trota por los pasillos, da vueltas una y otra vez, y siempre tras cada esquina aparece el mismo cuadro del vendedor. Está cansado, se acuesta sobre el piso del laberinto y entre las sombras de los muros se queda observando el azul del cielo. Se duerme y sueña que está vestido de pastor (de animales, no de humanos), sentado en una mesa de bar para cuatro, con la compañía de una oveja enfrente de él y dos corderos sentados a los costados. La oveja, lleva unos grandes anteojos negros, termina de barajar un mazo español y comienza a repartir tres cartas a cada uno; agarra sus naipes y le pasa los bordes de sus pezuñas sobre el número y sobre las líneas del palo; una vez que sabe la suerte de su mano le ordena a Hugo: Meé, meé, que juegue una carta baja y vaya al pie. Los corderos de los costados parlotean mientras se hacen señas. El que está ubicado a la izquierda de Hugo, lleva puesto una túnica blanca, juega un tres de copas. Hugo juega un 4 de oros. El cordero de la derecha, tiene una corona de laureles, le meéa un agresivo real envido y juega un seis de espadas. Hugo mira a su compañera y le niega con el dedo. Ésta se mantiene quieta y contesta: Meé, meé; Ni pa´l tanto ligué, no se quiere. Luego juega un tres de oro y explica: Meé meé, Parda la primera, se juega la mejor en la segunda. El cordero que lleva túnica grita: ¡Meé, meé!, ¡Truco, mierda! ¡Meé meé!, ¡Quiero retruco!, se adelanta la compañera de Hugo antes que pueda decir algo. ¡Meé, meé!, ¡Quiero vale cuatro!, desafía laureles en la cabeza golpeando la mesa y mirando fijo e irónico al humano. Hugo lleva sus cartas al mazo pero su colega acepta el desafío. Túnica escupe el reverso de una de sus cartas y se la pega en el morro mostrando el vigoroso ancho de espadas. Ganada la mano, le toca el turno de repartir, se despega el ancho y lo guarda entre sus telas blancas. Hugo indignado mira a su compañera esperando apoyo para quejarse y gritar: ¡Trampa! Ésta se quita los anteojos y muestra sus dos cuencas vacías. Corona de laureles termina de anotar cinco palitos en el tanteador, le quita los lentes de las pezuñas y comienza a frotarlos con un paño de pana; una vez limpios se los coloca nuevamente acomodándole un rulo de lana que cae sobre el entrecejo. Hugo ve la gentileza con su compañera y piensa que no han de ser tan malos los corderos, mientras espera las cartas de la mano arreglada. Ve sus naipes y decide ir al pie jugando la sota de copas, para no deschavar los treinta y uno de mano. Laureles le indica a su colega que tenga cuidado al cantar envido y juega un caballo de oros. La oveja ciega canta envido antes de jugar un siete de basto. ¡Meé meé!,  ¡Falta envido!, replica Túnica. No quiero nada y meé voy al mazo, se acobarda su compañera y tira las cartas, haciendo que Hugo se coma sus tantos y dejándolo en pelotas para el truco. ¡Meé!, ¡Truco!, Túnica acelera el trámite al notar que la primera le quedó fácil y que todos en la mesa saben que es él quién tiene el as de espadas. ¡Moó!, intenta negar Hugo. Túnica interpreta que se quiso y juega un rey de bastos y luego el grueso sable. La oveja con anteojos le recrimina con la pezuña que su incapacidad para hablar les están costando muchos puntos. Laureles anota cuatro palitos más. Túnica se dedica a observar que todo el proceso de mezclado se realice correctamente. El único humano en la mesa ve como la casilla de su tanteador permanece virgen y decide demostrar lo bien que a él también le sale el embuste. Separa la carta más alta y la coloca en el medio de la baraja, marcando la posición con la uña sucia del dedo chiquito de su mano derecha. Reparte y por último se da la carta de la matufia. Túnica no percibe ninguna anomalía, pero al ver el designio de sus naipes y que no le tocó al ancho, consulta con Laureles, y tras escuchar las palabras: humano tramposo, impugna la mano cruzándose las patas al pecho. La oveja ciega afirma la impugnación con la cabeza y también se cruza de patas. Hugo entrega la evidencia y el resto de las cartas a Laureles para que se reparta. Éste se prepara la baraja para su beneficio y se da los dos anchos machos y  a su colega treinta y tres.  La oveja con anteojos elige al tuntún una de sus cartas y  juega el siete de oro. Túnica se siente ofendido y decide matar con el siete de espadas. Hugo suma nuevamente sus palos y canta: ¡Envido! Laureles confundido pregunta: ¿Meé meé?, ¿Qué dijo?  ¡Meé!,  traduce la oveja con anteojos. ¡Meé meé!, ¡Falta envido!, grita Túnica parándose erecta sobre la silla. ¡Mií!, intenta hacerse entender Hugo. ¡Meé!, ¡quiero!, acepta su compañera y canta veintisiete. ¡Meémeé!, ¡33!, festeja Túnica, salta a la mesa y comienza a bailar de felicidad. Laureles también salta, baila y se vitorea. ¡Meémeé!, ¡34!, detiene la fiesta Hugo. Los tres rumiantes se quedan petrificados y sorprendidos giran sus cabezas, sin poder creer cómo el humano pudo aprender a hablar su idioma más que por haber cantado algo imposible en el Truco. En la inexpresividad del humano se presenta una leve sonrisa al mostrar el seis y el ocho de copas.

-¡Mé mé mé meéeee!- ¡Le van ta téeee!, cacarea la oveja e interrumpe la fantasía.

Hugo a pesar de la sensación de vacío que sufre se despierta calmo, amigado con la vida y alegre consigo y con todo lo que lo rodea, incluido el animal que lo acaba de despertar del mejor sueño que tuvo en los últimos tiempos. Tuerce su cráneo hacia la oveja y la ve hurgarse la dentadura de rumiante con un mondadientes que sacó vaya uno a saber de dónde, y deduce que volvió a comer de su carne mientras dormía. Ruega a los cielos que hayan sido sus pies y no lo que oculta su calzoncillo. Mira para abajo y sus zapatillas todavía permanecen intactas. Sube la vista y descubre toda su osamenta pélvica resplandeciente; sin rastro de tela, de su carne ni de los cinco pesos.

-¿Y la guita qué tenía?

-Meé, meé- No sé, se hace la distraída.

-La pu…-Hugo acaricia al muñequito desnudo-. La pucha, hoy martes será mejor que ayer-. Arranca el vehículo (ya no piensa en ahorrar combustible) y con su mejor cara de esqueleto pobre, le dice al encargado del estacionamiento-. ¡Qué hermosa mañana!, ¿no le parece?

-Ya no sé qué es lo que me parece- al hombre le falta el brazo entero-. Hasta hace unos días pensaba que esto era algún tipo de plaga que caía sobre nuestro pueblo, hoy descubrí que es algo normal, algo que siempre se repitió en la historia.

Hugo no quiere polemizar con el encargado y afirma con la cabeza, esperando el momento adecuado para discutir el asunto monetario.

-¿Durmió bien?-pregunta el encargado al ver terminada la conversación sobre la historia.

-Encontré este lugar relajante e inspirador.

El encargado se rasca la carne de su hombro derecho mientras indaga:

-Hoy lo noto particularmente optimista y adulador, ¿hay algo que me quiera decir?

Hugo decide enfrentar sus responsabilidades y que las consecuencias pasen lo más rápido posible:

-Vea…, yo ayer le prometí que le iba a dar cinco pesos. Lamentablemente, por este asunto de la plaga, sufrí una terrible desgracia y no le voy a poder pagar con efectivo.

-¿Cómo me va a pagar?

-¡Meé, meé!-¡Qué no se le ocurra pagar con lo poco que queda de carne!, se queja la oveja.

-Tengo unas zapatillas talle 40 casi nuevas.

-No me van.

-Las puede regalar. Además le agrego un juego de medias, un pantalón con su respectivo cinto y una camisa sin una manga.

-No es suficiente. Aunque si le sumamos el muñequito desnudo que cuelga del espejo retrovisor tal vez lleguemos a un acuerdo.

-No le puedo dar…- Hugo lo piensa mejor, agarra el muñeco, lo despide con una caricia de sus falanges y lo entrega junto con el calzado y las demás prendas-. Que le sean útiles. Le agradezco mucho su gentileza, señor.

-Gracias a usted por su simpatía y su buen gusto para la pilcha.

Hugo se aleja del estacionamiento conduciendo en primera y con la convicción de mantener la marcha constante. Hacen dos cuadras y se encuentran en el medio de la calle con varios huesos humanos. Se baja y los retira del camino con el máximo de los respetos. Regresa al auto y deja caer su esqueleto en el asiento. Da marcha al motor, pero este no responde. Lo intenta dos veces más. No hay caso. Resignado al destino que le vino en suerte, mira a su oveja y gentilmente le acerca los últimos rastros de vida al morro. La borrega besa los pies y los empieza a comer, primero el derecho y luego el izquierdo. Es una calle melancólicamente arbolada de la ciudad y Hugo muere cuando el animal devora el último trozo de carne. Tras tragar, cierra violentamente sus dos ojos, las patas delanteras se pegan a las costillas y con los hombros hace fuerza hacia arriba. Sus cuatro estómagos se inflan y desinflan emitiendo un Meé como si fuese producido por una sinfonía de caños de escape oxidados. La oveja parece sufrir un importante dolor corporal, pero sin embargo se mantiene concentrada en su trance. Silencio en las entrañas. Separa sus parpados y gira la cabeza en dirección del esqueleto que pertenecía a su amo. Abre grande su boca y vomita un espeso líquido negro. Se recubren todos los huesos hasta adquirir las formas de un Hugo en carbón líquido. Éste ser cobra vida, abre su boca y suelta una bola de luz amarilla con el tamaño de una pelota tenis. El petróleo se refina a nafta, traspasa el piso alfombrado y llena el tanque de combustible sin desperdiciar ninguna gota. ¡Meé, meé!-¡Somos los pueblos unidos del sur!, se despide la bola amarilla, se tiñe a verde, atraviesa el tablero y va directo al sistema eléctrico. El auto se enciende. En la vereda un joven de pelo largo atado con colita rosa a la altura de la nuca y tatuaje tribal en toda la cara, escucha al auto en arranque y observa en el asiento del copiloto a la oveja con rostro ansioso. Se aproxima sigiloso y mirando a los costados. Al no ver a nadie cerca, abre la puerta y saluda gentilmente con la mano derecha. Silbando una triste milonga charrúa, retira los huesos de Hugo a la vereda, se sienta frente al volante y acelera el vehículo. Se abren las ventanas de los departamentos, las puertas de los autos y comienzan a asomarse decenas de ciudadanos. La mayoría tienen los cuerpos incompletos pero aun así cantan a viva voz:

Tú no pediste la guerra, madre tierra, yo lo sé. Dice mi padre que un solo traidor puede con mil valientes. Él siente que el pueblo en su inmenso dolor, hoy se niega a beber en la fuente clara del honor. En mi país somos duros, el futuro lo dirá. Canta mi pueblo una canción de paz, detrás de cada puerta está alerta mi pueblo y ya nadie podrá silenciar su canción y mañana también cantará.5

5. Adagio de mi país. Alfredo Zitarrosa.