Lunes

por TilyBurgos

Lunes

Se asoman los primeros rayos del sol. La oveja, que nunca duerme, aplaude con sus pezuñas y cacarea:

-¡Mé mé mé meéeee!

Hugo abre sus lagañosos ojos y ve a su animal relamiéndose la sangre que le chorrea del morro sin incisivos superiores. Se los frota para comprobar si es una ilusión y comienza a sentir el brazo derecho mucho más liviano. Se lo mira y descubre que desde la muñeca hasta el hombro le falta la manga de la camisa, la piel, la carne, los músculos y las venas; tiene los huesos limpios y brillantes:

-¡¿Qué mierda hiciste?!-le grita mientras piensa: Sin embargo aun puedo moverlo.

-¡Meé, meé!- le responde la oveja explicándole que tenía hambre-. ¡Meé, meé!- y que de todas formas no tiene por qué darle explicaciones, ya que sólo debe manejar y mirar para adelante.

-¿Me podrías haber pedido permiso?

-¡Meé, meé!- la oveja le explica que no lo consideró apropiado pues quiso respetar su sueño; y que además, de tanta hambre se estaba enfermando.

-Yo también tengo hambre, pero no me ando comiendo a los integrantes del dúo- murmura Hugo ordenándole a los huesos de su brazo que gire la llave del encendido.

-Meé, meé- la oveja lo invita a que también se coma su carne; no será dulce de leche, pero cuándo no hay pan, duelen los dientes.

A Hugo no se le cruza por la cabeza comer su propia carne (aun), pues su mente está ocupada pensando si es un beneficio que ahora deba hacer menos fuerza para mover la palanca de cambios. La puerta de atrás se abre y se asoma Saco con Pitucones:

-Hola, loco- se sienta-. ¿Te acordas de mí?

-¡Saco con Pitucones, ¿cómo me voy a olvidar?, si vos sos lo más grande!

-¡Meé, meé!- la oveja mueve el espejo retrovisor con el muñequito desnudo y la banderita con los colores patrios y explica que también ella se acuerda del pasajero.

-Voy al primer banquito de cemento que hay en el cruce de las peatonales.

-Entendido, compañero.

-¿Qué es de tu vida, tanto tiempo que no te veo?

-Acá ando, con mi impecable auto, manejando derechito, con muy poca nafta- acelera el vehículo- y con mi oveja como copilota las veinticuatro horas. Lo de todos los días.

-¡Meé, meé!- mientras se limpia hasta el último rastro de sangre, le recrimina que los clientes no se quieren enterar de sus asuntos personales.

-Te veo más delgado que la última vez- le hace notar Saco al ver el huesudo brazo-. ¿Vos no serás anoréxico?

-Sabes que con el trabajo no pude comer mucho.

-¡Meé, meé!- le ordena que frene su lamento, si no quiere ser victima de su furia.

Hugo entiende la amenaza e intenta sacar un tema que no sea personal. Saco con Pitucones se le adelanta:

-¡Cómo los bailaron ayer! … ¿Viste el partido?

-Todavía no me conectaron el cable en el auto; pero igual fijate que no podría manejar viendo la televisión.

-¿En tu casa no tenes cable?

-¡Meé!, ¿meé?- ¡No mientas!, ¿cómo no vas a tener cable?, le objeta la oveja y como castigo le muerde la camisa azul y parte de la piel del torso derecho.

Hugo se saca la camisa para que el animal pueda comer como corresponde y le explica a Saco mirándolo de reojo:

-En mi casa tenía cable, pero en este momento mi casa es el auto.

-¡Te entiendo; tenes mucho laburo!-Saco se lamenta de lo deprimente de la conversación. Se muerde la uña de su pulgar izquierdo a la vez que observa a la oveja comer; finalmente deduce en vos alta la forma de cambiar el tema: -¿No le caerá mal tu carne? Tenía entendido que estos animales viven de la verde, pasto, yuyos, chanchullos; toda esa mierda.

-Su plato favorito es el dulce de leche, pero me estoy dando cuenta que estos animales son omnívoros.

-¡Omnívoros, míralo cómo habla el tipo! Te refinaste desde la última vez.

-Uno con perseverancia mejora.

-¡Meé, meé!- ¡No te hagas el maestrito!

-Los únicos omnívoros son los jugadores de fútbol.

-Los jugadores- Hugo intenta no prestarle atención al animal- son lo más maravilloso y lo más lamentable de cualquier deporte-. Cuando termina de decir esto se sorprende de lo extraordinaria que le salió la oración. Enseguida recuerda las crocantes papas fritas con deliciosas milanesas que comía de pequeño y su estomago comienza el conocido sonido de descontento, pero esta vez amplificado por la caja toráxico sin músculo ni piel en su lado derecho.

-¡Qué te dije, sabía que le iba a caer mal tu carne!

-Es mi estomago el que se queja.

-¡Meé, meé!- la oveja le recrimina que el riñón no está muy apetitoso por la cantidad de sal que usó en su vida.

-¡Yo tenía razón- se enaltece Saco-, vos sos anoréxico!… ¿Ahora vas a vomitar?

-Nada hay que devolver, si no se ha mordido bocado-. Hugo sin comida, le da por la poesía. Detiene el auto en el cruce de peatonales, justo frente al primer banquito de cemento.

-Si es hambre lo que tienes- Saco con Pitucones saca de su bolsillo interno un paquete hecho con servilletas; lo abre y extrae un sándwich-, yo puedo compartir mi almuerzo contigo-. Corta un tercio, se lo entrega con clemencia, abre la puerta y se baja como si el sol fuese un reflector que sólo lo ilumina a él, abriendo los brazos y agradeciendo al público que su obra de caridad haya salido tan colosal y grandilocuente. Sobre la vereda aparece un bidón. Hugo pega un manotazo al asiento trasero y agarra el pequeño pedacito. Se baja y de un bocado hace desaparecer el pan, con algo de salsa Golf,  un poco menos de jamón y casi nada de queso. Camina hacía sus ingresos y se puede ver el proceso de digestión a través del hueco que tiene en su torso (también se ve bastante bien parte del circulatorio y del respiratorio). Levanta el bidón y se da cuenta que no está completamente lleno; arriesga que tiene tres cuartos de bidón. Vierte el contenido en el tanque de nafta y el bidón vacío lo deja sobre el asfalto. Sube al auto, y como le falta parte de la estructura a la cual está acostumbrado, al sentarse inclina su torso hacia la derecha hasta golpear su hombro con la palanca de cambios. De ahora en más todo recaerá en su curvada columna vertebral; se endereza con enorme esfuerzo, aunque frente a su oveja se muestra vanidoso. Ésta indiferente a las payasadas de su amo, con la cucharita plástica en su pezuña derecha espera que arranque el auto para continuar devorando el interior de los salados riñones. Otra vez el cielo se oscurece. Las ovejas con gorros y antiparras vuelan en formación con dirección sur, pero retrocediendo con la mirada hacia el norte y meéando su himno:

-¡Meé, meé!- (Son tiempos de bonanza para nuestra gloriosa raza; somos los antaños reflejos del mundo. Soberanos somos de la misma causa, y a ella nos debemos espurios. La gloria en un nuevo amanecer nos desvela, será la labranza del camino y jamás la especulación del rumbo).

-¡Meé, meé!- (Somos los pueblos unidos del sur), recita un hombre gordo que entra y deposita sus carnes en el asiento de atrás.

-¡Meé, meé!- (Somos los pueblos unidos del sur), entona la oveja.

-¡Mm… mm!- intenta cantar Hugo, pero sigue sin poder memorizar la letra y decide tararear desentonando- ¡Tée, Téeé!

Las ovejas voladoras comienzan a agruparse y forman incontables círculos concéntricos que abarcan todo el horizonte. Parece como si flotaran en el cielo como si fuese una interminable piscina. Las miles y miles de ovejas hacen un gesto de afirmación con sus cabezas al mismo tiempo, se toman de las pezuñas y comienzan a realizar una rutina danzante de nado sincronizado. Los testigos de la escena aplauden al ritmo del 2×4. Las ovejas hunden sus cabezas en el cielo y comienzan a patalear todas al mismo tiempo y de la misma forma: dejan una pata recta y la otra flexionada a noventa grados; así juguetean por un rato largo y luego lo repiten con la otra pierna. Hunden en el cielo la parte de atrás de su cuerpo y reaparecen las cabezas con sus gorros y las patas delanteras. Las abren y las flexionan siguiendo el ritmo, las giran por arriba de sus cabezas, se hacen las crucificadas, las extienden señalando hacia abajo y otra vez para arriba. Hunden sus cabezas y repiten el baile hasta que termina la música. Se sacan los gorros y los llevan al pecho esperando el veredicto. La mayoría de los testigos humanos extraen biromes, lápices o marcadores y escriben letras bien grandes en las veredas, calles, paredes, indefensos árboles, capotas y baúles de autos, balcones, terrazas y todo el sinnúmero de cosas que hay en una ciudad. El promedio de notas da un BBC+ sobre AAA+. Las ovejas voladoras se colocan sus gorros con sus respectivas antiparras, se forman nuevamente en miles de filas y con la mirada hacia el norte se pierden en el horizonte del sur.

-Cada día que pasa lo hacen mejor- declara el hombre gordo-. Voy al bar de Don Carlos.

Hugo va a acelerar, pero se da cuenta que no conoce la ubicación del bar:

-Disculpe, soy nuevo en el rubro y todavía no conozco tanto; ¿dónde queda ese lugar?

-¡Meé, meé!- la oveja degusta el intestino grueso y también el delgado con la cucharita de plástico chorreando sangre y liquido visceral.

-Queda frente al casino.

-¡Ah, claro!- miente Hugo pisando el acelerador.

-Felicitaciones- elogia el gordo para amenizar el trayecto-, un noble trabajo el suyo.

-Todavía me estoy adaptando, pero sin duda estoy mejorando.

-Me imagino- declara el gordo señalando el incompleto estado de su cuerpo- que tu obra social no está cumpliendo todas sus prestaciones.

-Todo esto me agarró de imprevisto, y todavía no tuve oportunidad de realizar mis cargas sociales.

-Supongo que me estas hablando solo de vos, y qué la oveja tiene su cobertura.

-¿Meé, meé?- se sorprende de tener obra social y sigue comiendo.

Hugo se muerde el labio y sin mirar a su mascota comer sus entrañas, confiesa:

-No sabía que se debía hacer y dónde se realizaba.

La oveja levanta sus orejas hacia atrás, deja de comer, se sienta recta y con la mirada clavada en su amo, bufa:

-¡Meé!- ¡Yo quiero una obra social, y qué sea bonita!

-Discúlpeme- el hombre gordo extrae una billetera del bolsillo izquierdo del pantalón-, las cargas sociales de usted las puedo dejar pasar, pero me veo en la obligación de cobrarle las de su oveja.

– Yo… yo… -intenta excusarse Hugo- no tengo plata.

-Entones…- el hombre gordo guarda la billetera, extrae una bolsita de consorcio del bolsillo derecho y una navaja del ejercito suizo-, me pagará con lo que pueda.

-¡Por favor-suplica Hugo mirando por el espejo retrovisor-, la cara no me la toque!- Se desabrocha el cinto y se saca los lienzos, quedando en zapatillas de tela, medias y calzoncillos.

El animal se da vuelta y le aclara al gordo:

-¡Meé, meé!- ¡Dejale algo a la oveja!

El gordo con la mano derecha le hace un gesto para que se relaje y con la izquierda extiende el filo de su navaja, a la vez que se acerca a las piernas. Empieza a cortar pedazos y los guarda prolijamente en la bolsa. La oveja mira con recelo, a pesar de ser conciente que es necesario para que en su futuro viva con plena seguridad para ella y los suyos. Hugo maneja apretando sus labios y con la mirada clavada en el camino. A medio metro del parabrisas vuela llameante una bomba molotov que lo obliga a clavar el freno. Cae en el techo de un sedán verde y estalla produciendo una ola de fuego negro y una furiosa tormenta de vidrios. Un cordero se baja por la puerta del acompañante y corre para que se le apague el fuego que abraza su cuerpo, a los diez metros se desploma y después de dar algunos espasmos muere completamente chamuscado. El desenfrenado asesino está en la esquina izquierda al Huracán, canta vaya uno a saber qué, salta, se trepa al semáforo y agarrándose la remera, aúlla como un lobo llamando a su jauría. A unos metros un ómnibus abre la puerta y baja el chofer, con los brazos y piernas esqueléticos, arrastrando a una oveja de la oreja que no para de meéar. Sobre la vereda, comienza a patearla alternando el lomo y la cabeza, hasta que la deja sin conocimiento. La agarra nuevamente y la arrastra hasta un buzón; encaja a presión el morro en la abertura para las cartas y la deja colgando aun grogui. Retrocede relamiéndose la baba que le cae por la boca y a quince metros de distancia se desgarra su camisa celeste y corre hacia el buzón, salta y con una patada voladora golpea la nuca del animal. A diestra y siniestra las reacciones de los humanos se manifiestan de lo más primitivas. Seres, en su mayoría, que no suelen sorprender con su rectitud y moral, hoy se enajenan de tal forma que desconocen su propia naturaleza. Sobrevivir bajo cualquier precio. A Hugo el horror de estas acciones lo indignan de tal forma que queda paralizado con cara poco agraciada. La oveja se aterroriza y se lleva las pezuñas delanteras a los ojos. El hombre gordo permanece indiferente cortando pedazos, mira los rostros de la oveja y su amo y comenta:

-Yo sabía que tarde o temprano algo así iba a pasar. No se preocupen, no creo que el caos dure mucho.

El cielo se nubla; relámpagos, truenos, rayos, centellas por doquier, y a pesar de la tormenta, el regreso de las ovejas voladoras con gorros y antiparras. Todos detienen sus actos y miran hacia arriba.

-¡MEÉ, MEÉ!- entonan las ovejas y las personas que les mantienen su apoyo(Los laureles galardonan nuestra dignidad y las medallas brillan en nuestro sangrante pecho. Con la pluma se forjó nuestra soberanía y la prosperidad se escribió con el acero. Cuando se produzca el descontento, se aplicará la tiranía).

-¡MÉE, MÉE CIELO!- meéan las ovejas voladoras y se hunden en el cielo gris. Las nubes se embravecen y comienzan a moverse como un mar crispado. Llueve, graniza, vientos huracanados y tifones invertidos. Entre los humanos presentes el miedo es el gatillo en común que dispara distintas reacciones: algunos corren y tratan de cubrir sus autos del granizo; otros beben de la lluvia y comienzan a olvidarse de todo el asunto, simpatizando nuevamente con los lanudos rumiantes; unos cuantos apuestan cuántas gotas de lluvias caen por segundo, o cuántos aviones y helicópteros llevan dando vueltas los tifones, distraídos en la timba también abandonan cualquier intento de sublevación; los restantes realizan distintas actividades deportivas en la lluvia: salto en largo por sobre el charco, carrera en calle granizada de esquina a esquina empujando un auto o una camioneta con dos, tres o cuatro personas dentro y sus respectivas ovejas, recolección de granizo con sombrero o cartera en el caso de las mujeres, lanzamiento de avioncitos de papel con el envión de los vientos huracanados. Nuevamente reina la paz. Sale el sol, se derrite el hielo y se evapora el agua. Entierran los quince cadáveres ovinos y los 147 humanos que dejó la frustrada revolución y todos regresan a sus responsabilidades como si nada hubiese pasado. La oveja decide no comer más por el momento y procede a limpiarse la boca. El gordo corta el último pedazo, se guarda la bolsa medio llena, baja del auto acomodándose la pilcha y se aleja al siguiente asunto. Hugo, sin la carne de su brazo derecho, de la mitad de su torso y de las dos piernas, comienza a tener hambre y se extraña que su estomago no haga ningún ruido particular… Si no tengo estomago, ¿por qué tengo hambre? Desciende del auto reflexionando con esta duda y con la vergüenza de estar en calzoncillos en el medio de la vereda. Si no lo hago yo, nadie lo hará, se convence y a pesar del pudor camina hacia el pago de su trabajo. Agarra el bidón y piensa que comerse uno mismo en caso de necesidad no ha de ser tan malo. Este tiene cinco litros nada más, deduce. Para verter el contenido en el tanque levanta el bidón hasta la altura de su cabeza, acerca su brazo izquierdo hasta su nariz y el olor lo sumerge tanto en el éxtasis que no siente dolor al morderse y desgarrarse su carne. Lanza el bidón a cualquier parte y camina hacia su puerta mientras continúa comiendo su brazo. A medida que digiere los pedazos, estos caen en el hueco de su panza con rayos X y comienzan a regenerarse las células del estomago. Se sienta y termina de comer todo su brazo hasta dejar los huesos relucientes. El estomago se reconstruye completamente. La oveja ve este milagro y de envidiosa nomás, le ordena que arranque el auto y mantenga los brazos en el volante para que pueda comerlo. Hugo con la mano derecha, la que aún continúa con piel y carne, acaricia el muñequito sin esmoquin y arranca el vehículo. Doscientos metros más adelante un hombre con overol y una cacerola de aluminio en la cabeza detiene el auto y comienza a mover la antena. Hugo abre la ventanilla y le explica:

-No se caliente, amigo, no tengo radio.

-Yo nací con la obligación de ser sintonizador de radios y crecí con la ambición de ser el mejor en mi competitiva profesión. Es por esto que brindo mi servicio para los que tienen radio y para los que no se pueden dar ese lujo- explica sin mirarlo y plenamente concentrado en mover la antena de un lado a otro.

Hugo entiende que no será nada fácil sacarse de encima a ese curioso personaje y apaga el motor para racionar la energía.

-No me lo apague, jefe, que no puedo sintonizar.

-Prendido se gasta nafta.

-Y yo con el motor apagado, no puedo hacer mi trabajo y pierdo mi tiempo. Yo mi trabajo lo voy a hacer bien, vos decidís cuándo.

Hugo gira la llave al encontrarse con unos argumentos tan sólidos y porque además su oveja quiere terminar de comer el estomago y le meéa para que se deje de joder y le haga caso al pobre laburante. El sintonizador abandona la antena en la misma posición que estaba antes de tocarla, se moja un dedo con la boca y lo extiende al cielo agudizando los sentidos del tacto y de la audición. Siente la vibración de la brisa y se felicita por haber completado el trabajo tan satisfactoriamente. Le entrega un talón de formularios, una lapicera y le indica donde debe firmar. Hugo dibuja su autógrafo, espera que todo esté correcto y acelera el auto al escuchar sus costillas como uno xilófono interpretado por la oveja y su cucharita plástica. Regula la velocidad a la de humano y recorre la tarde de la ciudad en busca de un nuevo pasajero. A mitad de cuadra, detiene el auto por el trafico que produjo el accidente de un ciclista (esta vez el casco no le sirvió de mucho) y un camión recolector de abono ovino. La puerta de atrás del Huracán se abre y entra una de las secretarias abucheadoras de cátedras sobre literatura inglesa:

-Buenas tardes.

-Buena está usted-Hugo intenta hacerse el pícaro.

-¿Cómo?

-Buenas para usted, señorita.

-¡Meé!- el animal sugiere que no pase más papelones-. ¡Meé meé!- ¡Mira si esta mina va a estar caliente con vos!

-Veo que su compañera- Hugo no se da por vencido y prueba haciéndose el amistoso e interesado, ya que si está sola se considera con chances para conquistarla- esta vez no va acompañarnos.

-Mi hermana me acompaña siempre, aunque no esté en cuerpo entre nosotros, su presencia se siente.

Hugo da marcha atrás para evitar el accidente, pensando en que ella  se lo dijo en forma de verso y utilizó la palabra cuerpo, por lo tanto podría ser una indirecta que le dejó picando. Mientras más lo piensa, su autoestima más le da la razón a la oveja. Ya no se siente seguro de su hombría y sólo se dedica a trabajar:

-¿A dónde vamos?

-A dónde vos quieras, Hugo- responde la chica acariciándose la quebrada entre sus tetas y desabrochando el último botón de su camisa para mostrar el encaje rojo de su corpiño.

¡Epa! Qué recuerde mi nombre a pesar de que tengo más de la mitad  del cuerpo esquelético es importante para entablar una relación, deduce tocando nerviosamente el muñequito. Es muy posible que ella me desee, Hugo se sigue dando maquina y ahora sólo piensa adónde llevarla: La podría llevar a mi casa… No, no puedo dejar a la oveja sola en el auto… Al bosque donde me quedé dormido ayer, en el asiento de atrás… No va a querer que nos mire la oveja… Podría ser lo suficientemente rápido para bajar al animal a que haga sus asuntos por el tiempo en que nosotros hacemos los nuestros… Si puedo ser tan rápido, puedo llevarla a algún lugar más privado, hacerlo y que regresemos al auto antes que la oveja me meé por haber tardado. En mi casa vamos a estar más que bien. Una vez decidido el destino, emocionado acelera hasta llegar a la cuarta marcha. A las dos cuadras se queda sin nafta.

-Acá llegamos-se lamenta Hugo, sin quitar la fría mirada del camino.

-Gracias- la mujer se baja distinguidamente y femeninamente recorre la distancia que la separa del auto de atrás.

Hugo desciende y se lo ve mucho más acostumbrado a que su despojada columna sea la estructura de su incompleto cuerpo, camina hacia el bidón de recompensa y al levantarlo deduce: Esta vez es sólo un litro. Detiene sus obligaciones y permanece un instante observando los alrededores: La noche se presenta con sus mejores galas. Buena facha se me muestra la luna y yo con mi mejor traje de miseria. Si esta es la última de mis noches, sabré que habrá valido la pena. Vierte el combustible y el bidón lo lanza, pero esta vez, con tanta mala suerte, que destruye el parabrisas de un auto que se encuentra cinco metros más atrás. Al escuchar el estallido de los vidrios, Hugo se golpea la frente con la palma derecha, ¡Qué boludo!, y espera que el dueño le venga a reclamar el daño. Del lado del copiloto se baja un carnero esquilado al ras, que al galope se lanza en su dirección. Hugo deja caer sus esqueléticos brazos (la mano derecha aún tiene carne) y permanece quieto. El animal salta hacia al pecho, lo golpea con su morro y lo obliga a caer; se le sube encima y comienza a devorarle la carne de la cara. Hugo se queda acostado con las palmas hacia la luna y cuenta cráteres mientras espera que termine con su particular rostro. Cuando finiquita todas las partes blandas de la cabeza y el cuello, el animal agarra una pajita tirada en la calle, se la inserta en un orificio nasal y comienza a sorber el cerebro. Una vez satisfecho, el animal agradece con un despreciativo ¡meé! y por soberbia se atraganta con algo. ¡Meé, meé!- ¡Cof, cof!, tose y con enormes ojos rojos intenta golpearse la espalda con las patas delanteras. Hugo con su nuevo look de reluciente calavera, se levanta y agarra al carnero por la espalda; le da dos apretadas al pecho y el animal vomita la melena, curiosamente seca, a la vereda. Sin agradecer por su vida galopa hacia el auto y Hugo camina al suyo, tras levantar sus cabellos y colocárselos sobre su cráneo desnudo. Se sienta y cierra la puerta, atrayendo con el golpe la mirada de su animal.

-¡MEÉ!- ¡Ahh!, grita aterrorizada-. ¿Meé, meé?- ¿Quién se comió mi comida?- pregunta con gran indignación.

El protagonista no quiere contestar y busca fuerzas pacificas en el muñequito sin esmoquin y sin pistola:

-¡A la mierda!- se sorprende de su apariencia al verse en el espejo retrovisor. Se saca los ridículos pelos de su brillante testa, los tira a la calle y arranca el vehículo.