eL AUTO TOMADO DE hUGO

Otra forma de contar una historia de la Argentina.

Sábado

“Después de Shakespeare y de otros tantos tipos solitarios está todo inventado; disimulemos y sigamos con el circo, no queda otra alternativa”. Franzúlio Kartazar


A Rubén


Sábado

Es un soleado sábado por la tarde, y bajo los árboles del boulevard Las Armas, entre las personas que pasean y los laburantes que llegan tarde, camina un muchacho con aspecto distraído; Hugo es su nombre. Es ese que lleva camisa azul arremangada hasta los codos, pantalones jeans ajustados de más en la cintura y demasiado holgados en el tiro, zapatillas de lona negra con puntera de goma blanca, morral cruzado por el hombro izquierdo y la mano derecha sosteniéndolo bien fuerte. Tan fuerte como a su propia vida, ya que adentro guarda algo más que su lectura mensual y sus papeles con anotaciones. Ahí acumuló horas extras en su estática oficina; las búsquedas de precio por los mercados de la zona; salidas gratuitas, también dentro de la zona; simples gustos en pocas ocasiones; varios descansos; escasos placeres; y un muñequito de goma espuma vestido con esmoquin negro que apunta hacia arriba una moderna pistola plateada. Veinticuatro mil son los pesos que intercambiará por su propio vehículo; una maquina cómoda, confiable y nada ostentosa, para moverse con la tranquilidad de que su cuerpo no se agitará y que siempre tendrá un asiento donde depositar su esqueleto. Le queda poco para llegar al concesionario que le pareció el más confiable para hacer tan importante transacción; además de ser el único local que vio con el coche que desea: el Huracán 73 con motor de seis cilindros y un sinnúmero de cualidades que Hugo no sabe qué significan pero que cuando le preguntan: ¿Cómo es el auto que te vas a comprar?, él describe lo más concisamente posible: Es uno que tiene dos luces bárbaras, que si te pones de frente parece que te estuviese mirando y que hasta te guiña un faro.

-Buenas tardes- saluda el vendedor al verlo entrar-. Bienvenido a la concesionaria Patente y Asociados. ¿En qué puedo servirle?

-Buenas tardes. Paseaba por esta calle y me preguntaba si tal vez ustedes tenían el Huracán del año 73 en color…, digamos… ¿rojo?

-Casualmente… – el vendedor con el reverso de la mano se palpa la barba de las mejillas, y comienza a comportarse como si no le importara las abundantes comisiones que recibe por su trabajo-… Creo que nos acaba de entrar uno. Sígame por acá que se lo muestro. En una de esas tenemos suerte- guiña su ojo con sarcástica complicidad- y el jefe nos deja sacarlo para que lo probemos.

-Yo sólo quiero verlo- Hugo también muestra sus artimañas de negociante y se desentiende del asunto, al recordar que los amigos le dijeron que demuestre el menor interés posible para no ser abusado en el precio.

-Ábralo usted mismo- el vendedor le lanza las llaves-, y sienta la seguridad que brindan estas cerraduras, son alemanas.

Hugo las agarra al vuelo, penetra la cerradura con la llave principal y  con un canchero muñequeo la gira, abre la puerta lentamente y desde el interior del vehículo un aroma reconfortante inunda toda la concesionaria.

-Parece confiable- sugiere Hugo abriendo y cerrando sus ventanas nasales como gato que olió el pescado.

-Lo es; tanto por fuera como por dentro -contesta el vendedor, abre la puerta del copiloto, se sienta y apaga el pasacasete (¡Otra vez el pelotudo de Carlos lo dejó prendido!)-. Entre y siéntase cómodo; pruebe lo mullido que son esos cabezales. Si usted sufre un accidente (Dios nos ampare que no sea antes de que nos pague) con el cinturón puesto no sentirá el golpe.

Suavemente, Hugo, apoya el cuerpo en el blando tapizado, baja los parpados y escucha vanidoso el roce de su cuerpo sobre la cuerina negra. Con suma delicadeza agarra el volante con su mano izquierda, posa la derecha sobre la circunferencia de la palanca de cambio, la siente, la frota y la imagina vibrando; coloca la llave en el encendido y da arranque. A 100 kilómetros por hora un flujo de electricidad le recorre el cuerpo produciéndole imágenes y sonidos: la lluvia cae a raudales en la ciudad, las personas corren con sus ropas laborales empapadas, los colectivos y los taxis no se detienen y encima salpican la acumulación de agua que hay en las banquinas. Mientras tanto, Hugo escucha el tema Agua de Los Piojos y sonríe maliciosamente dentro de su Huracán 73 rojo.

-No se dice más-apaga el motor-. Me lo llevo.

-Muy buena elección. Sígame por acá- el vendedor se baja del auto y camina hacia la única habitación cuyo interior no se ve desde la calle. Observa disimuladamente hacia los costados y abre la puerta soltando un fuerte tufo a pasto recién cortado, activa el interruptor de la luz e ilumina un corralito de 5 metros por 5 por 1 de altura. Adentro cuatro ovejas se golpean con el lomo en pleno coro de meé-. Este auto viene con una oveja que usted mismo puede elegir.

-¿Para qué quiero una oveja?

-El auto viene con la oveja, no es un agregado que usted puede decidir si lo lleva o no. Es la oveja o caminar todavía por la vida.

-¿…?- se pregunta Hugo.

-No sea sonso; piense que puede esquilarla cada tanto y con la lana puede hacer bastante plata. En dos o tres años habrá acumulado lo que gastó en el auto.

-Yo qué puedo saber de cómo esquilar a estos animales.

-Aprenderá rápido; una de estas cuatro será suya.

-No, no; ni loco. Me voy a comprar el auto en otro concesionario.

-Todos los concesionarios oficiales tienen la ley de la oveja. Puede conseguir un auto pirata, pero no tendrá ninguna garantía.

-No, claro…;tiene razón, es un riesgo comprar un auto sin garantía… Déme esa, la que tiene como patillas.

-Yo hubiese elegido la misma. Firme en la línea de puntos… Muy bien. Esta copia es para usted, estos son los duplicados de las llaves y aquí tiene la correa de tan bello animal.

Hugo entrega el dinero contado varias veces, pensando únicamente en su flamante auto del 73 y en su reconfortante nuevo andar por la vida.

-Recuerde bien-continúa el vendedor- que usted está obligado a que el animal no se muera o deberá regresar el auto perdiendo el importe abonado y sin reclamo alguno.

-Ahora que terminé de firmar me lo decís.

-Antes, después, es lo mismo. Lo importante es que memorice bien estos artículos. La garantía de seis meses sirve también para la oveja. Si ésta enferma, usted viene y se la cambiamos por otra, siempre y cuando un perito constate que no hubo responsabilidad de un tercero. Si la oveja muere por negligencia suya, no sólo tendrá que devolver el auto, también se verá en la obligación de pagar los gastos de la ceremonia de entierro y además hasta podría llegar a ser procesado. Que tenga buen día.

Hugo camina hacía el Huracán, en la mano derecha lleva la correa y las brillantes llaves, con la izquierda sostiene el opaco contrato. Cuando abre la puerta del piloto, la oveja entra al galope cumpliendo eficientemente su responsabilidad, salta la palanca de cambios, apoya sus cuatro patas en el asiento del copiloto y sacando pecho se coloca el cinturón de seguridad con la boca. Hugo sin encontrar una sensata explicación a las cosas que le están pasando, permanece quieto, con las facciones inexpresivas y el brazo apoyado en el marco de la ventanilla. El animal sin comprender las razones que pudiese tener su nuevo cuidador a no subirse al auto, le meéa cariñosamente:

-¡Meé, meé!

Hugo pestañea varias veces, cuando se despabila se sienta rápidamente y cierra la puerta. Antes de arrojar el morral al asiento trasero extrae el muñequito con esmoquin y lo coloca delicadamente en el espejo retrovisor. Sin manifestar ni una mueca de su infantil excitación por el auto, lo enciende: los pistones suben y bajan reproduciendo la batería de Cuando pase el temblor1. Escucha el ritmo y con el acelerador hace como los desgarros de la guitarra; silba imitando el sonido de la quena y mira a su lanuda oveja con patillas. Ésta  le guiña  el ojo  izquierdo  dando a entender que todo va a estar bien y dejan el concesionario. En  la  esquina, el semáforo muestra su roja envidia y los obliga a detenerse. La puerta derecha de atrás se abre y entran  dos hombres vestidos con ropas de tenis; se acomodan como pueden en el asiento y al ver que podría haber más espacio, el que entró  primero  coloca el  morral de Hugo sobre el freno de mano. Saluda uno y de la misma forma el otro; luego declaran al unísono señalando al techo con el índice recto:

-A la cancha de golf municipal.

Hugo creyéndolos ladrones, los mira aterrorizado por el espejo retrovisor y con la cabeza escondida entre sus hombros les sugiere:

-Po… po… por favor…, sse, see podrían bajar de mi auto.

Los intrusos primero se sorprenden, pero enseguida comienzan a sentirse ofendidos por la ineficacia del chofer a no cumplir su trabajo. La oveja en un estado relajado gira su cabeza  hacia  los pasajeros  y con la pezuña derecha  parece  indicarles que  se  queden tranquilos, que ella se va a encargar. Mira a su dueño con absoluta calma y con mucho profesionalismo; espera un instante y comienza a inquietarse al notar que Hugo continúa temeroso y no reacciona frente a sus responsabilidades:

-¡Meé!- lo reprende y le indica con la cabeza el camino.

Los pasajeros resignados a las excentricidades y al humor de la gente que pulula en la ciudad, sueltan una risa:

-¡Ji,ji,ji!- y empiezan un extraño parloteo, ignorando a los demás presentes.

-¡MEÉ, MEÉ!- nuevamente ordena la oveja imponiéndose con el tono de su meéo.

Hugo permanece callado mirando al espejo retrovisor, endereza su espalda y el cuello, se besa los dedos de fumador y limpia una pelusa que hay sobre el esmoquin del muñequito colgante. Con el cambio a amarillo, arranca observando que los autos de su izquierda se detengan, pero a mitad del cruce clava el freno por algo que le llama la atención. En uno de esos autos también hay una oveja que increpa, cornea y hasta tarasquea al piloto, un resignado hombre que sólo intenta levantar los brazos para cubrir su sangrante cabeza. En la vereda una señorita vestida como cocinera, con delantalcito y guantes para horno, pasea a una oveja que marcha en dos patas y muestra orgullosa su peinado de esquilería. Cerca del puesto de diarios, el canillita lleva en la boca el periódico del día y un cordero encima de su lomo lo taquea en las costillas. En un lujoso auto blanco un piloto golpea el volante echándole maldiciones al escudito de la marca y una oveja con cresta mohicana desde la cola hasta donde empieza el morro, recibe el diario y agradece al quiosquero acariciándole la cabeza con su pezuña. El chofer que insulta intenta abrir la puerta para huir y el animal rápido de reflejos hunde el pestillo que traba a todas las demás, ¡MEÉ!, le amonesta y con su pata hendida le aplica un cortito a la mandíbula. Los parlantes pasajeros no parecen sorprendidos por los movimientos de la ciudad, pero que el vehículo aún continúe detenido torna molesta su sorda conversación. Hugo se da cuenta que es el único ser al cuál estas cosas le parecen extrañas, y para no ser menos que los demás se concentra en sus deberes y acelera el vehículo. El recorrido se completa sin ningún inconveniente. Detenido el auto en la entrada del golf municipal, los hombres vestidos de tenis terminan su parloteo, se despiden de la misma forma que entraron y se bajan. Sobre la vereda aparecen  6 verdes bidones con nafta. El animal meéa y le indica que vaya a buscarlos. Hugo se baja feliz por la recompensa; agarra uno de los bidones y lo levanta a la altura de su nariz para comprobar si es el combustible correcto para su Huracán. ¡Bendita suerte, lo es! Llena el tanque con uno y los cinco restantes los guarda en el baúl. Regresa a su posición de mando, coloca nuevamente el morral sobre el asiento trasero y le da encendido al motor.

Se abre la puerta de atrás:

-Buenas tardes- saluda y entra un hombre calvo que viste saco con pitucones en los codos.

-Buenas para usted también, señor- sonríe Hugo girando su cabeza-. ¿Adónde lo llevo?

-Lléveme al último banquito de la costanera oeste. Yo le indico.

Acelera. El pasajero ve pasar los árboles y las fachadas; la oveja también. Pasan dos minutos de esta escena muda y Hugo comienza a aburrirse. Pone un casete en el estéreo y lo prende a volumen considerado. Continúa insatisfecho; necesita algo más que la tibieza de los circuitos. Buscando colaboración en el dialogo mira a su copilota. Ésta, indiferente, suelta un reiterativo:

-¡Meé, meé!- ordenándole que mire sólo al camino y que simplemente se dedique a manejar.

Desilusionado por la poca cantidad de argumentos que tiene su oveja, recurre al reflejo del espejo retrovisor e intenta sacar un tema afín de conversación. ¡Fútbol! Hugo tiene dos posibilidades para caer bien desde el primer momento: su pasajero ama u odia a Boca. Se arriesga y prueba:

-¿Vio que perdieron los bosteros2 ?

Falla.

-Sí, pero merecimos ganar por lejos. A ellos tendrían que haberle echado dos jugadores, (acá dobla a la izquierda) y el buche del línea nos cobró dos ofsaid que no eran, y ese referí no sancionó un claro penal para nosotros (ahora seguí derecho).

-¡Meé!- parece afirmar la oveja a las palabras de Saco con Pitucones en los Codos.

-¿Le parece que no fue penal?…-le pregunta Hugo-. Por una vez que le expulsan a un jugador se va a quejar. Debe ser la primera expulsión que tiene Boca en el campeonato.

-Es la segunda. ¿O te olvidas la del Rengo en la tercera fecha contra Flamengo? ¡Vos no tenes memoria, flaco!- Saco con Pitucones en los Codos se queda negando, agitando un dedo de un lado a otro mientras intenta callar a Hugo con un monótono: -¡No!, ¡no!, ¡no!…

-¡Meé!, ¡meé! ¡meé!- la oveja también parece negar agitando su pezuña de un lado para el otro.

-Yo me acuerdo que contra nosotros le tendrían que haber echado al Rengo y también al Cabezón- se defiende Hugo.

-¿De qué cuadro sos?- pregunta despreciativo el pasajero al no poder entender que no sea del mismo equipo de sus amores.

-De Peñarol- contesta Hugo tocándose el corazón.

-¡Ahh!… ¿Vos decís el codazo contra el pibe Zucu? (seguí hasta la plaza de los veteranos). Ni lo tocó; ese Zucu es actor de teatro, ese no es fubolista. Toda la semana estuvieron  pasando la  jugada por  televisión y se ve  que no  lo toca;  el árbitro  hizo  lo correcto en no cobrar el fau.

-¿Y qué me decís del defensor que la sacó dentro del arco con la mano?

-Fue dudosa.  El reglamento- Pitucones en  los Codos retira un librito de su bolsillo izquierdo del saco y continúa- dice que frente  a la duda no se debe cobrar- pasa las hojas y una vez que encuentra el artículo se lo indica con el dedo anular.

-¡Meé!- señala con su pata izquierda.

Hugo se da vuelta e intenta leer, y la oveja le golpea con su morro la cara impidiéndole que quite la vista del camino-. ¿Meé, meé?- ¿Qué hacemos?, parece preguntar.

-Fue sin querer- se disculpa y mira el camino, marcando con los pedales el ritmo constante de un armatoste extractor de petróleo en el Orinoco o en Santa Cruz.

-Acá me bajo- Saco espera que se detenga el auto-. La seguimos en la próxima- saluda chasqueado los dedos, se baja y cierra la puerta sin hacerla giratoria.

Esta vez aparecen tres bidones sobre la vereda. Hugo llena el tanque con todo el contenido de uno y los otros intenta guardarlos en el baúl. Sólo hay espacio para uno más. Guarda uno y el último decide llevarlo en el asiento trasero. Sube y le da marcha a su Huracán 73. Una cuadra y media después se detiene por el cruce de una galante oveja que desfila la experiencia de no tener raza. Se abre la puerta de atrás y entra una señorita con botas de cuero negro, pollera beige hasta las rodillas y una camisa blanca lo suficientemente transparente como para que se defina su corpiño de encaje rojo. La mujer al ver el bidón y el morral sobre el asiento, deduce que no habrá espacio suficiente para su amiga; agarra morral y bidón, abre la puerta que da a la calle y los deja sobre el asfalto, cierra y permanece limpiándose las manos con un pañuelito de papel reciclable. Hugo asoma su cabeza por la ventanilla y mira el fruto de su trabajo y de su inspiración con resignados:

-Pero… pero…

-¡Meé, meé!- la oveja con los ojos escarlata por la furia que le ocasiona la incompetencia de su amo, se muerde la pata derecha y de forma agresiva le ordena que sólo mire para adelante.

Por la derecha sube otra pasajera vestida de igual forma que la primera.

Hugo arranca y ve por el espejo retrovisor como un hombre con una carretilla, vacía el morral de toda porquería intelectual y se lo lleva junto con el bidón lleno en el sentido contrario.

-¡Al congreso de literatura anglo!- ordenan las muchachas.

Hugo continúa pensando en sus papeles con anotaciones tirados en la calle, pero automáticamente gira todo el volante a su derecha y acelera con dirección al centro de conferencias internacionales. Para olvidar y pasar el rato agradablemente menciona que son de gustos parecidos:

-¿También les gusta Welsh, Wilde y Woolf?

-De ninguna manera- contesta la segunda chica-, vamos a abuchear a sus catedráticos.

-Tenemos entradas para la segunda fila- acota la primera-, de ahí nos van a escuchar bien esos inglesitos mal vestidos.

-¿Qué clase de personas pagan la entrada para difamar el espectáculo?

-La clase de chicas- dicen al unísono- que aman el país de sus ancestros.

-¡Meé, meé!- la oveja agita una banderita con los colores patrios y luego la cuelga del espejo retrovisor junto al muñeco con esmoquin.

-¡Sur, Sur!- se unen las pasajeras haciendo porras.

-¡Meé, meé!- se agrega la oveja.

-¡Sur, Sur!- Hugo se emociona y  también canta.

-Ya llegamos- Las mujeres bajan del auto y se dispersan entre la multitud que espera el comienzo de la cátedra.

Sobre la vereda aparecen dos bidones. Hugo llena el tanque con tres cuartos de uno y al no tener más espacio en el auto, lo abandona junto al otro. Con gran congoja se sienta y permanece mirando el volante, tratando de encontrar la forma para poder almacenar todo el combustible que gana con su arduo trabajo. Ni una idea viable se le ocurre y acelera el vehículo al escuchar el gruñido de su copilota. A los diez metros, el tráfico lo obliga a detenerse. La oveja le golpea el hombro y con ambas pezuñas se cubre la entrepata:

-Meé, meé.

-¡No te entiendo, animal!

-¡Meé, meeoo!- reclama la oveja levantando la pata trasera derecha.

-Está bien, está bien- Hugo detiene el auto, se baja refunfuñando-. ¡La remil puta que la parió, borrega de tres mil yeguas putas!-, camina hasta la puerta del copiloto, la abre y toma la correa.

La oveja baja a la vereda y se dirige al primer arbolito, flexiona su cuerpo hasta que el trasero esté a escasos centímetros del suelo y orina cerrando sus ojos y realizando una mueca parecida a una sonrisa. Cuando termina, raspa el pasto alrededor y muy coqueta sube al vehículo:

-¡Meé, meé!

-¡Ahora qué!

-¡Meé, meé estoy cagando de hambre!

Hugo detiene el auto en una estación de servicio y compra un bife al pan. Regresa y la oveja ya le menea la cabeza en forma negativa:

-¡Meé, meé!-y le indica que regrese por otra cosa.

Se come el bife y tira el pan. Compra unas papitas fritas y una caja de escarbadientes.

-¡Meé, meé!

Regresa mordiendo un mondadientes y cargando unas galletitas dulces con forma de animalitos.

-¡Meé, meé!

Vuelve al negocio comiendo las galletitas. Compra una botella de agua para bajar la masa que se le formó en el paladar y un alfajor de dulce de leche. La oveja parece aceptar la golosina de chocolate; pero cuando se la entregan, no la recibe y tuerce la cabeza con indiferencia. Hugo abre el paquete, extrae el alfajor del envoltorio y con subordinada humildad se lo entrega. El animal separa las tapas y le señala el relleno.

-¡Vos queres dulce de leche!-deduce sagazmente.

-¡Meé, meé!-asiente el animal señalándole una vez más el negocio.

Hugo se gasta todo el dinero que tiene en medio kilo del mejor dulce de leche. Regresa al auto, abre el pote y se lo da con una cucharita de plástico. La cordera coloca el dulce de leche sobre el asiento, entre medio de sus patas traseras extendidas, y el cubierto plástico se lo inserta en la hendidura de su pezuña derecha:

-¡Meé, meé!- le recrimina con tono firme.

-¡Otra vez queres cagar!

-¡Meé, meé!- la oveja le agita la cucharita en señal de advertencia a su insolencia y con la pata izquierda bien recta le indica que siga con su camino.

Hugo siente correr un flujo de electrones desde el codo derecho hasta la punta del dedo mayor. Su cerebro le emite señales para que le golpee el morro con todas sus fuerzas, pero algo en el organismo (la conciencia tal vez) lo persuade para que agarre la llave y descargue toda la energía negativa en el encendido del auto; y que si aun permanece con furia, se relaje, como las fieras, con música. Prende la radio y arranca. Yo voy en trenes, no tengo adónde ir3… Se escucha el traqueteo de las ruedas en el empedrado de la ciudad vieja. Algo me late, y no es mi corazón… Mientras tanto la oveja devora el dulce de leche con rebosantes cucharadas. Cómo no sentirme así, si ese perro sigue allí… Hugo es conciente que es el nuevo propietario de una maravilla mecánica, y es feliz. Qué podría ser peor… Suelta una carcajada que desconcentra la cena del animal. Eso no me arregla… Son las once y cincuenta y nueve, él humano dejó de reír y maneja en silencio. La oveja satisface su gula rápidamente. Eso no me arregla a mí.

1. Soda Stereo año ¿1984?
2-Calificativo despectivo hacia los hinchas de Boca Juniors // Recolector de excremento vacuno o caballar.
3-Todo un palo, Patricio Rey y sus redonditos de ricota.

Domingo

Domingo

La ciudad apaga sus luces en la calurosa madrugada del día domingo. Hugo acostumbrado a acostarse a las doce, empieza a cabecear los centros de Morfeo. El animal ve este comportamiento, tapa el pote, coloca arriba la cucharita, lo guarda en la guantera para que se mantenga fresco y mueve la palanca a punto muerto. El auto se detiene al costado de una apacible placita. Hugo se ha dormido. La oveja acerca su morro al rostro de su amo y le besa el oído derecho susurrándole lo que debe soñar: Un camino zigzagueante recorre una extensa montaña; en la cima titilan una luz roja y un poco más arriba una amarrilla. Hugo comienza a subir con ambos pies desnudos. Durante el trayecto  se le van cruzando varias personas.  Éstas lo inducen a que descienda y les haga compañía. Una vez que le agradecen y le dicen que fue suficiente Hugo  sigue con su propio camino.  A  pesar de ser un único  sendero, cada vez que baja  arroja  pedacitos  de pan  para  no perder  la dirección. Luego  sube  recogiendo todas las migas y  anhelando tener más pan del que dejó; en una de esas a otra persona se le ocurrió lo mismo, y él sin poder identificar cuales son suyas y cuales del otro, levantaría la de ambos y se las guardaría. Desde el oscuro cielo truena una carrasposa voz que lo llama por su nombre y lo alienta para que siga por el camino; que a pesar de los constantes retrocesos, tarde o temprano llegará a la cima. Esto le da coraje y apura su paso. A medida que se acerca, la luz roja va siendo engullida por la amarrilla. Al llegar sólo flota la luz amarilla como un sol con el tamaño de un puño. El sol se torna verde. Hugo intenta agarrarlo, pero éste lo elude con la velocidad y habilidad de una mosca. Durante bastante tiempo se queda pegando manotazos y fallando en cada intento.

-¡Mé mé mé meéeee!- A las 7 de la mañana del domingo lo despiertan varios aplausos de pezuñas y el cacareo de la oveja.

Hugo, se pasa las manos por la cara no más de tres veces y saluda al animal emitiendo un sonido similar a un hola. Se acomoda en el asiento, frota el traje del muñequito que cuelga del espejo y pone primera. El auto de adelante detiene de golpe la marcha y por la puerta del copiloto se baja una oveja con gorrita de béisbol, que luego mea un infante arbolito sostenido por un piolín atado al palo de una escoba. Hugo clava el freno y evita chocar el auto del imprudente conductor, insultando a los aires con una cantidad enorme de odio acumulado. La puerta trasera se abre. Contiene todo comportamiento que pueda parecer agresivo y se muestra lo más amistosamente posible frente a su nuevo pasajero:

-Días bellos nos despiertan. Tenga mis servicios y llegue a dónde quiera.

-Al que madruga Dios lo ayuda, joven-. Se sienta una anciana con larga pollera; saquito de lana negra haciendo juego con sus zapatos de taco grueso y bajo; pesados anteojos con marco rectangular y el pelo blanco recogido bien tirante por varias hebillas de queratina con formas apostólicas. La abuelita se sienta y una lluvia estática cubre todo su cuerpo. Toda la masa de la anciana se transforma en millones de puntos negros y blancos que se golpean unos a otros a una velocidad que se incrementa por cada colisión. Los puntitos comienzan a teñirse de distintos colores según el sector del cuerpo que se encuentran: en los pies se tiñen de negro y marrón hasta que forman un par de zapatos con suela de cuero y cuerpo de madera barnizada; el sector de las piernas se hace más fino, se tiñe de verde y sin ningún pelo; las rodillas se ven un poco gastadas, pero los muslos parecen firmes; la parte de le cadera se transforma en un pantaloncito de color blanco bien cortito y ajustado; desnudos y delgados son los brazos; su lampiño pecho solo es abrigado por una corbata con nudo suelto de líneas negras y rojas; la cabeza también es verde, excepto el negro de sus dos orificios en los oídos sin orejas, las sombras de las fosas de una pequeña nariz con inclinación hacia arriba, dos pequeños ojitos de brillante petróleo, labios finos de un verde más oscuro y los dientes son dos perfectas líneas blancas. La oveja al ver la nueva forma del pasajero, junta sus dos pezuñas delanteras y le meéa un rezo:

-¡Meé, meé!

-Gracias, gracias- el alienígena con corbata baja y sube su verde cabeza-. Al observatorio local.

-¿Y laaa… vieee… jita?- le pregunta Hugo atemorizado a que el extraterrestre se haya zampado a la anciana, e inconforme se lo quiera comer a él también, o peor aun, se quiera morfar a la oveja, obligándolo a devolver el auto.

-No te preocupes, mi especie no come carne; nos alimentamos con vegetales de nuestra huerta subterránea- explica mientras se señala la cabeza con uno de sus cuatro dedos (tiene cuatro dedos verdes y uñas retráctiles un poco más claras) demostrando el poder de leer la mente.

Más tranquilo, Hugo vuelve a preguntar mirando por el retrovisor:

-¿Qué pasó con la viejita?

-¿Qué viejita?

-La que estaba sentada en donde está usted.

-¡Meé, meé!- perece recriminarle que no contradiga a los clientes.

-Pp.. p.. -Hugo intenta hablar, pero el oscurecimiento del cielo le llama la atención. Asoma su cabeza por la ventanilla con la mirada en alto y observa millares de ovejas con gorros y antiparras volando en formación con dirección norte. La oveja de Hugo al ver a sus semejantes, cruza sus patas sobre los hombros y contrayendo las facciones ovinas, entona:

-¡Meé, meé!- (Nuestra sangre es tan variada que pertenecemos a cualquier rebaño)

-¡Meé, meé!- cantan todas las ovejas (De todos los rebaños tenemos alguna cualidad: somos bravos y en pocas ocasiones mostramos la espalda). -¡Meé, meé!- (Los errores son nuestros mejores aciertos, las oportunidades lugares donde reposamos, las obligaciones fundamentos de nuestra historia. De nuestros héroes sus ideales cincelamos al mármol, y por siempre seremos continuadores de sus ambiciones).

-¡Meé, meé!- (Somos los pueblos unidos del sur) recita el alienígena.

-¡Meé, meé!- (Somos los pueblos unidos del sur) también cantan las personas en sus autos.

-¡Meé, meé!-(Somos los pueblos unidos del sur) todo ser vivo en la escena canta, menos Hugo que todavía no se sabe la letra.

-¡Meé, meé!-(Somos los pueblos unidos del sur). Silencio y los presentes permanecen  estáticos. Las ovejas voladoras se sacan los gorros y se los llevan al pecho. Los que tienen sobrero hacen lo mismo. Desde el norte llega una ola ensordecedora de aplausos. Todos aplauden al sentirse empapados de orgullo. Hugo, por las dudas, también aplaude. Suenan silbidos alentadores y palabras de elogios; hasta que cada uno es conciente que no se debe perder más tiempo y regresan a sus obligaciones de domingo al mediodía.

Al escuchar la bocina y el arranque de los vehículos de la calle, Hugo acelera.

-Debes pensar en la comi…- el alienígena es interrumpido por la lluvia estática. La masa de puntitos se achica a la mitad; en los pies se tiñen de negro charol con una florcita rosa de hebilla en medio de cada uno; calcetines rojos; vestidito blanco con pollera inflada y larga hasta la rodillas, adornada con una cintita bordo; una cortina de pelo castaño le cubre toda la cara y lleva flequillo hasta las orejas en la nuca-. Daditos de caldo saborizados con aroma a estrellas son la clave para cocinar un buen extraterrestre- la niña emite una muy aguda vocecita desde alguna parte en esa  cortina de pelo-. El perejil maquilla de tal forma la carne marciana que se muestra sabrosa desde la primera impresión. Es muy importante freír las rebanadas y luego pasarlas por agua con hielo, de esta forma se gelatiniza el aceite Omega 3 y se puede servir frío como tentempié exclusivo.

Esta receta le recuerda a Hugo la necesidad de comer; y peor aun cuando mira a su costado y ve a su oveja engullendo el dulce de leche con gustosa mueca. ¡Qué cagada más grande que se me terminó la guita!, piensa Hugo. Ayer a la mañana contaba exactamente con veinticuatro mil quinientos treinta y cuatro pesos y hoy sólo llevo cinco bidones de naf…

-Podes cambiar la nafta por dinero- la niña con flequillo interrumpe el pensamiento.

-¿Cómo?

La niña sufre la lluvia estática. La masa de puntitos negros que comenzó teniendo el tamaño de la menuda vieja, se empequeñece hasta el tamaño de una avecilla; se tiñe de verde, menos en la parte del pico que es negro y de las patas que son rojas-. En la próxima esquina está el observatorio- el loro continúa-.  Te compro cuatro bidones por cincuenta pesos.

-Cuatro por sesenta pesos.

-Hecho- el loro le alcanza con el pico el dinero y sale volando por la ventanilla.

Dos bidones de recompensa aparecen sobre el asfalto. Hugo se baja del auto y camina hasta el baúl. El loro sufre la lluvia estática y recuperando masa corporal regresa a la apariencia del extraterrestre:

-Debes pensar en tu comida- le dice al recibir los dos bidones que completan los cuatro.

-En eso pienso en este momento. ¡Qué tenga buen día!- Hugo se despide, llena el tanque, guarda lo que le queda en el baúl y regresa a su puesto de mando.

La oveja saluda al extraterrestre y espera con el pote abierto y la cucharita preparada a que el auto tome velocidad. Cuando arranca, el animal continúa placenteramente con su palacete. Hugo intenta prestarle la mayor atención posible al tráfico de la ciudad, pero siente a su barriga como le recrimina el vacío que lleva, y que encima debe soportar las burlas que le hacen los cuatro estómagos de esa borrega, que sí pueden disfrutar una cena, aunque sólo fuese del monótono manjar de leche. Humildemente le pide una pequeña porción de su alimento para poder engañar el hambre. El animal se hace el ofendido, tuerce el perfil hacia su ventana y se queda lamiendo la cuchara hasta sacarle brillo. Cuando termina el pote, exageradamente se cubre su entrepata, demostrando la urgencia de su naturaleza:

-¡Meé, meé!

Hugo detiene el auto, se baja, corre hasta la puerta del copiloto, la abre y deja a la oveja hacer, mientras él cruza velozmente a la estación de servicio. El animal al ver las intenciones de su dueño le recuerda:

-¡Meé, meé!- que no se olvide de su comida favorita.

-OK- tranquiliza Hugo levantando la mano como si estuviese saludando a un conocido. Entra al negocio y pide un dulce de leche y una cazuelita con locro, lo más rápido posible.

-5 minutos- explica el púber encargado del lugar- tarda en calentarse.

Hugo mira en dirección al auto. La oveja ya terminó de regar y abonar un arbolito, se para sobre las patas traseras, actúa como si tuviese pantalones y se sube el cierre relámpago; al percatarse que está siendo observada por su dueño, simula tener un reloj en su pezuña derecha y con la izquierda lo señala. Compra un kilo de dulce de leche y la cazuelita con locro frío. Regresa al auto comiendo y con sólo 9 pesos en el bolsillo. Cuando llega al auto, lanza la cazuelita vacía al cesto de basura; con el animal sentado en su lugar y con el cinturón puesto, le cierra suavemente la puerta y va a su puesto chupándose los dedos. A través del parabrisas ve a un tipo sentado en el asiento de atrás de su auto y que además observa sospechosamente todos los pequeños detalles del vehículo. Hugo abre su puerta y se sienta preguntando:

-¿A dónde lo llevo, jefe?

No sé que me está ocurriendo4 canta el pasajero.

-¿Cómo dice?- le pregunta Hugo, mirando a su animal para ver si es sólo él quien no entiende el sentido de esa oración.

La oveja le hace sutiles gestos con sus pezuñas mostrando que el pasajero es de aquellos a los que les gusta empinar el codo y que por lo tanto para no perder al cliente le siga el juego.

No sé que me está pasando- continúa cantando.

-¿Qué le pasa?- siguiendo las instrucciones su animal intenta psicoanalizarlo.

-Entro en una tienda y se me pegan las cosas a las manos.

Eso está muy mal.

Los bolsillos se me llenan de objetos…,

-En ese caso, la culpa la tienen los objetos.

-… que luego se me olvida de pagarlos…;

-¡No, no, no!- se indigna  Hugo-. Deberías  avergonzarte, y  lo peor de  todo es  que

creas que es una enfermedad.

-¡Meé, meé!-le recrimina la oveja que no discuta, y menos con el simpático vicioso.

-… porque cómo dice mi madre…,

¡Las madres son sagradas!

-… siempre he tenido los dedos muy largos- el pasajero señala el camino. La oveja y su amo miran incrédulos hacia delante esperando ver alguna amenaza para su seguridad o una anécdota divertida para luego contarse mutuamente en reiteradas ocasiones; pero nada hay de llamativo. Al darse cuenta que fueron engañados infantilmente,  vuelven  sus  cabezas hacia  el  pasajero,  el  animal  sonriendo y Hugo no tanto, que sin  embargo con toda la buena voluntad continúa en el papel de agradable psicólogo:

-Con esos dedos podría ser pianista.

Uno- canta el pasajero, baja y sube su cabeza y con la mano derecha en alto hace los cuernitos.

-¡Meé!- la oveja se suma a la canción y levanta también su pezuña bifurcada.

-Me mango un amuleto.

Hugo enciende el vehículo e intenta acariciar el esmoquin del muñequito, pero se da cuenta que no se encuentra en su lugar. La primera sospecha cae en la oveja por haber sido tan indiferente con aquel colgante. La borrega se lleva las patas a la cadera, actúa como si tuviese bolsillos y los vacía hacia fuera demostrando que no es ella la ladrona; luego señala disimuladamente al pasajero y le recuerda que a pesar de ser culpable no debe generar ningún tipo de altercado.

-Sabe, usted – dice Hugo-, que hasta hace un rato, yo tenía un muñequito en el espejo retrovisor.

-Si estaba en el espejo retrovisor será mejor que lo deje atrás-contesta el pasajero e inmediatamente sigue cantando:-Dos.

-¡Meé!

-Me mango un transistor.

Hugo se queda pensando que en cierta forma el pasajero tiene razón con lo del retrovisor, sin embargo sólo para tener la última palabra retruca: -Creo que los transistores dejaron de usarse hace mucho tiempo-. Cuando dice esto se da cuenta que la radio dejó de sonar. Le hecha una mirada al pasacasete. Solo hay un casete flotando justo en el centro del espacio que antes ocupaba el estéreo. Intenta darse vuelta para increpar al pasajero, pero al pasar la vista por la oveja, ésta levanta la pezuña izquierda en señal de advertencia. Aprieta el volante bien fuerte y exteriormente permanece callado, aunque en su cráneo resuenen infinidad de  puteadas.

El casete cae y se escucha el golpe plástico antes de desaparecer.

Tres.

-¡Meé!

-Me mango un casé.

-Se dice caset, va con t- corrige Hugo soberbiamente, pues sabe que esa es la única forma de descargarse con el cliente que le afana las cosas, sin que éste se ofenda y se baje del auto antes de comenzar el recorrido, pues aún no ha recibido la dirección a dónde se dirige.

Cuatro.

-¡Meé!

-Me mango tu trabajo- el pasajero abre la puerta, se baja y a pasos largos camina hacia el baúl moviendo ampulosamente los brazos de un lado para el otro.

Hugo ve por el espejo retrovisor cómo el pasajero, fuerza la cerradura del baúl con un cortauñas y retira los tres bidones. Indignado mira a su oveja y espera que le meé cómo debe proceder. El animal tuerce su boca hacía abajo, rumia y levanta los hombros con desgano. El pasajero se acerca a la ventanilla de Hugo con dos bidones en la mano derecha y uno en la izquierda.

Cinco.

-¡Meé!

-Por el culo te la hinco– guiña el ojo y se va silbando por la vereda.

Hugo automáticamente saluda levantando la mano izquierda, mientras enumera en su cabeza todas las cosas que pierde con ese cómico pasajero que se aleja. También cuenta las cosas que aún le quedan y supone que tan mal no la lleva. Enciende el vehículo y arranca al sentir en su cabeza el golpeteo de la oveja con la cucharita. Hacen dos cuadras y en la esquina detiene el auto por el cruce de cinco empleados estatales que van de la mano de un cordero con cuernos rectos y amenazantes, que lleva un silbato al cuello y un cartel rojo de PARE. Su compañera considera que medio kilo de dulce de leche es suficiente y guarda el pote en la guantera. Él comienza a extrañar la cazuelita con locro frío, pero imprevistamente el auto se apaga y empieza a preocuparse por cosas más importantes. Da arranque, una, dos, tres veces sin  conseguir más resultado que el vehículo tosa como un fumador en su primera pitada de la mañana. En el tablero la aguja del combustible está en la V de vacío. La oveja se cruza las patas al pecho, bufa despectivamente y mira indiferente hacia el camino que hay por delante. Hugo comprende la insatisfacción que predomina en el auto, abre lentamente la puerta, se baja sin ganas y comienza a patear en dirección a una estación de servicio. La ciudad está gris, para variar; muda, a pesar de los murmullos diarios; con los ángulos de las construcciones tan rectos que pereciese que van a quebrarse con la primera ventisca, dejando caer sus escombros irresponsablemente sobre los peatones, los vehículos y las ovejas. Los movimientos de los ciudadanos son una imperturbable monotonía cinética: todos cumplen sus obligaciones tratando de levantar la mirada lo más alto posible y pasar desapercibido entre las masas de publicitada comodidad. A diferencia del resto, Hugo es conciente del sufrimiento que padece; a cambio de un auto es obligado a abandonar su trabajo y su casa, para cumplir una obligación que no cree que sea la indicada para su futuro; o por lo menos no es la que había soñado cuado era un niño… Tal vez podría alquilar el auto, así podría volver a casa y al trabajo (tampoco cree que su ex trabajo sea  la profesión correcta), y quién te dice, ahorrar el dinero que me deje el Huracán 73 y comprar más autos. Es complicado conseguir un peón de confianza; alguien que te dé tranquilidad y al final del día la totalidad de la renta; que cuide el auto hasta el mínimo detalle; y principalmente que respete, saque a hacer sus necesidades y dé de comer a la oveja. No creo que alquilar el auto sea buena idea… Se podría vender; tal vez no sé recupere todo el dinero, pero algo es algo, y no tendría que preocuparme por el cuidado del animal… Mi abuelo nunca hubiese vendido el auto. Recuerdo cuándo los abuelos nos llevaron al primo Santiago y a mí a Valparaíso. Paramos en la ciudad de Mendoza por una noche y como ya habíamos comido y era temprano para dormir decidimos salir a pasear. Bajo el reflejo argentino del Aconcagua, los lugareños habían armado una especie de feria que llamaban errante. Uno de los puestos lo manejaba una mujer que tenía la espalda de un nadador, y llevaba un bebé que tenía la seriedad de una persona de cuarenta años. El bebé estaba sentado en una plataforma circular mirando hacia arriba; desde el techo colgaba un juego de poleas con un blanco de tiro circular y al final de la cuerda una ubre hecha con un guante de látex lleno de leche. Si se daba en el blanco la ubre bajaba y ganabas cuando se llegaba a la altura suficiente para que el bebé pudiese mamar. Mientras esperábamos que le toque el turno a mi abuelo, con mi primo llegamos a la conclusión que había que golpear el blanco al menos dos veces para poder ganar el premio de una caña de pescar completa. Mi abuelo pagó y recibió de la mujer espalda las tres pelotas de trapo autentico. La primera golpeó en el blanco, pero fue tan débil que la ubre apenas descendió. La segunda lamió el costado izquierdo y consiguió que bajara otro poco. Mi abuelo besó la tercera pelota y la lanzó con tanta fuerza que al golpear rompió el freno de la polea. El guante con leche cayó del todo y golpeó duro al bebé en el medio de su arrugada cara. Santiago y yo le hacíamos triunfales burlas a Espalda y extendíamos los pequeños brazos hacia la caña de pescar que colgaba del techo. El abuelo agarró a mi abuela de la cintura y le metió un chupón que ni te cuento. En ese momento empezaron a estallar cañitas voladoras y petardos en toda la feria. Mi abuelo miró a Espalda y moviendo los cinco dedos le exigió el trofeo. La mujer acariciaba la cara del bebé que no paraba con su llanto, frunció su entrecejo y mierda que te doy el premio: la consigna del juego es darle de comer al bebé y mi abuelo eso no lo había conseguido, pues el niño en vez de mamar, no dejaba de llorar. Mi abuelo argumentó: en algún momento se le va a pasar el dolor, dejará de llorar y se pondrá a chupar. Puede ser, dijo Espalda, pero su tiempo se acabó; el siguiente. Fue una gran decepción ver los rendidos ojos de mi abuelo dando un paso al costado. Lo peor de todo es que el niño inmediatamente cesó en su llanto y se puso a esperar al próximo cliente con rostro de seria ingenuidad. Mientras tanto la madre levantaba la ubre a la posición inicial y arreglaba el alambre de la polea.

Hugo termina su recuerdo justo cuando llega a la estación de servicio:

-Qué preciosa tarde-le dice al empleado.

-Hermosa noche- corrige el joven señalando la enorme luna llena que se asoma por el este.

-Podría ser tan amable de darme un bidón con nueve pesos en combustible Súper.

-El bidón solo cuesta diez pesos.

-Entonces, me podría dar nueve pesos de combustible en una práctica bolsita con el logo de su empresa-. Hugo no pierde el animo a pesar de estar calculando la insignificante cantidad de dinero que le dio aquel avaro loro: Cuatro bidones de diez pesos cada uno, dan un total de cuarenta pesos; si cada bidón carga diez litros de nafta, veinte pesos dividido cuarenta litros es igual ¡a ese loro hijo de puta me compró el litro de nafta a cincuenta centavos! ¡En la próxima negociación no deberé mostrar ninguna debilidad! -Muchas Gracias- le dice al empleado, recibe la bolsa y se da cuenta del actual valor del combustible: En esta bolsa no llevo más que tres litros. Sino fueron tan miserables de cobrarme la bolsa, pagué tres pesos el litro. Tres pesos, es el valor que le ronda la cabeza y de ahora en más todo lo que haga, se jura, será tener este valor como patrón. Mi padre discutiendo con el patrón de la estación de servicio a los pies del Pan de Azúcar en Piriápolis. Mi madre puteando a la parejita que se cruzó en la foto de ella sola en las escalinatas del Hotel Argentino- seguro que son porteños-. Mi hermano, que a pesar de sangrar en sus dos rodillas y de no ver por los granos de blanca arena que tiene en sus ojos, muestra una sonrisa plena en satisfacción por haberme ganado en los penales. Toda la familia sentada en la mesa, esperando la comida con caras de culo y cada uno mirando en distintas direcciones. Las mismas caras y las mismas miradas dentro del auto, regresando al hogar. Las fotos son fundamentales porciones de nuestra existencia. Se me ve contento mientras camino a la concesionaria en busca de mi Huracán 73. La vez que me decidí por las patillas de mi oveja. Cuándo me recriminó que no discuta con los pasajeros. Intercambiando conceptos con Saco con Pitucones. Las dos hermosas secretarias y los dos bidones de recompensa. Con mi familia tengo recuerdos imborrables; hoy mi familia es la oveja y mi auto, por lo tanto mi presente, será el orgullo de mi porvenir. ¡Jamás venderé el auto! Hugo se siente aliviado al ver a salvo a la oveja y su auto en el lugar que los dejó. Saluda y el animal le agita la pata para que se apure. Carga el combustible, acaricia la carrocería roja en su trayecto a la puerta, la abre y se sienta exhalando un bufido de merecido cansancio.

-¡Meé, meé!- la oveja le objeta la tardanza.

Hugo niega con la cabeza gacha y una sonrisa dibujada en su boca. Mira al espejo   buscando su amuleto, pero sólo encuentra la banderita con los colores patrios. Recuerda que el robo que sufrió no fue un sueño y con melancolía pone la llave, tuerce la cabeza y observa que no venga ningún auto. Sobre el asiento trasero encuentra a su muñequito colgante despatarrado, completamente desnudo y con la mano en alto, pero sin la plateada pistola. Al menos me dejó algo, piensa un Hugo gozoso de su suerte, lo recoge con ternura y lo coloca en su antiguo lugar. A trabajar, se dice en voz baja. Arranca y mantiene la marcha en primera para no gastar tanto combustible. Él está obligado a cargar un pasajero y llevarlo a su destino antes de que se le terminen los tres litros de nafta que acaba de cargar. Pensando en esta obligación el escalofrió de la responsabilidad no cumplida corre fríamente por todo su cuerpo. Necesito una solución para mi paupérrima situación, se exige. Hasta la más descabellada es una posibilidad para conseguir más nafta y más comida. Su mente se pone en blanco. Al minuto miles de opciones se le cruzan por la cabeza sin poder sacar ninguna en concreto. Una de estas opciones es abandonar el auto y por lo tanto, aunque él ni siquiera reflexionó en esta posibilidad, también a la oveja. Sobre la vereda, detrás de un puesto azul de flores, aparecen dos jóvenes con sobretodo; ladran y corren a la par del Huracán, alcanzan las manijas de las puertas traseras y las abren. Hugo y la oveja se dan vuelta y se encuentran con que los dos muchachos ya están sentados cómodamente. Al reconocerlos, el animal mira ofendido a su amo y le aplica un golpe a la nariz; luego se arranca dos mechones de lana con los que tapona los huecos de sus orejas. Los muchachos se aseguran de que la oveja no escuche lo que se va a hablar y luego intimidan a Hugo desprendiéndose los botones del sobretodo, se corren las solapas y dejan ver unas camisetas negras con la imagen de dos muchachos que parecen correr con sus sobretodos puestos: Órgano Protector de Ovejas. Declara el mayor:

-De vueltas a la manzana hasta que nosotros le digamos que se detenga.

-Les advierto que en cualquier momento nos quedamos sin combustible.

-Será mejor -advierte el menor- que no se termine antes que le digamos.

-¿Será mejor?-pregunta Hugo al no entender el porqué de la amenaza.

-Ahora que sabe-continúa el menor, sacando pecho para destacar el insigne logo- que pertenecemos al OPO, no hace falta que le digamos lo que le pasará si no hace lo que le decimos.

-Honestamente no sé lo que me pasará, ni sé qué hace su organización.

-Usted- el mayor se impone elevando el tono de voz -, pensó en abandonar el auto y a la oveja. Ese delito amerita el castigo máximo; la próxima vez que se le cruce por la cabeza tan siniestro plan su pena será el exilio.

-¿A dónde?- inquiere Hugo pensando que todo es una broma que le juega su nueva realidad; además añora unas vacaciones y se ilusiona con la idea de conocer otro país distinto del que lo vio nacer.

-Como estamos tan seguros de lo correctivo que es el castigo, usted decidirá donde cumplir la pena. No le recomiendo que idealice ningún lugar en particular, todos terminan siendo iguales.

-Usted ha sido informado-sentencia el mayor-. Complete la vuelta así nos bajamos en el mismo lugar que subimos.

Hugo mantiene un nervioso silencio, no osa mirar ni a sus pasajeros ni a su oveja, pues siente como corcovea el auto al relamer la chapa seca del depósito de nafta. Detenido el vehículo, sin la necesidad de que le digan palabra o meéo alguno, se baja y con la mano izquierda en el marco de la ventana y la derecha en el volante, empuja el carromato todo el trecho que resta. En el destino, los dos muchachos se cierran sus sobretodos, bajan y comienzan a correr y a ladrar en dirección este. La oveja satisfecha con la reprimenda que acaba de recibir su amo declara un ¡Meé!-¡Se hizo justicia!-Agarra el pote relamiéndose y comienza a devorar el dulce de leche. Sobre la vereda aparece un bidón lleno, que Hugo festeja con el puño izquierdo cerrado. A pesar del desagrado que le causa su nueva labor, la recompensa que recibe tras cada viaje lo enaltece, debe ser porque es el primer trabajo que recibe la totalidad de las ganancias que produce y no está obligado a compartirlas con ningún jefe holgazán ni con algún avaro empresario. La oveja se puede considerar como una especie de autoridad, y aunque está obligado a darle de comer a expensas suyas, no le intranquiliza demasiado, pues sigue siendo él quién administra el capital. Hugo se baja del auto, vacía todo el contenido y después el bidón lo guarda en el baúl. Se sienta con la vanidad que le da cortar el bacalao y frunce sus facciones al recordar el golpe recibido por parte de su animal. Lo ve comer y no le guarda rencor. Un correctivo de vez en cuando no me viene nada mal, piensa. La oveja se come el medio kilo restante de dulce de leche y, como su amo, se queda sin comida. Van en dirección recta dos cuadras y el semáforo les impide continuar. Una pareja del OPO cruza por delante del Huracán, comiendo una salchicha entre dos panes con algo de mayonesa y abundante mostaza. Todos se beben la nata menos la vaca, piensa Hugo. Será mejor que duerma si no quiero recordar los platos de delicioso alimento que he degustado en mi vida. Estaciona el auto entre los árboles del único bosque que hay en la ciudad y sin mirar a su copilota, levanta sus piernas y se cruza los brazos por las tibias haciendo un ovillo humano; inmediatamente se duerme. La oveja acerca su morro al oído y esta vez le chista lo que debe soñar: Todo el lugar es completamente albo, no se llega a ver las paredes; es un encierro que parece una inmensa llanura del mismo color que el cielo, blanco. A unos veinte metros aparece un tanque azul de agua, sostenido por cuatro pilares y una escalerita de hierro oxidado. Hugo con los brazos pegados, permanece sin moverse, con el temor de que la menor sacudida pueda ocasionar alguna suciedad y la enorme blancura se muestre corrompida por culpa suya. Pierde el miedo y se incrementa su curiosidad por lo único ajeno: el tanque. Levanta el pie derecho y suavemente da un paso. Al tocar el suelo retumba el lugar como si se hubiese golpeado un inmenso bombo. Hugo se queda estático, con las piernas abiertas, mirando hacia todas partes, esperando que venga alguien a reclamarle lo que acaba de hacer. Nadie viene. Sube su pie izquierdo y lo apoya junto al otro. Un nuevo golpe de bombo. Decide correr. Bum. Bum. Bum. Bum. A dos metros del tanque salta y se agarra de la escalerita; la trepa y se encuentra con que adentro está lleno de costillas de corderos con chimichurri. Se lanza hacia la carne y comienza a bucear entre el aderezo. ¿Es extraño que a la lejanía no haya sentido el olor ajo?, piensa Hugo con sus dos manos hartas de carne y mordisqueando distintos pedazos a boca atiborrada. Traga e inmediatamente vuelve a llenar el buche. Una vez satisfecho, hace la plancha en el estanque con la mirada hacia arriba. A lo alto dos puntos negros se acercan. Son dos líneas verticales que se detienen a un metro exacto de Hugo. Hasta donde llega la vista hacia el cenit se ven dos sombras que se acercan a importante velocidad. Son los muchachos del Órgano Protector de Ovejas con sus sobretodos característicos, acercándose verticalmente a altas velocidades, cada uno por su línea. Cuando están frente a Hugo lo increpa el mayor:

-Le advertimos que sus pensamientos lo llevarían por mal camino.

-Se desvió drásticamente- agrega el menor-  del destino que se le tiene asignado.

Hugo sin saber de que le hablan, recuerda los buenos modales que le inculcaron, traga para no hablar con el buche lleno y los invita:

-Hay para los tres- aun haciendo la plancha tantea entre todas las costillas las dos que le parecen más apetitosas y se las ofrece relamiéndose de gusto.

-Además de soñar que come la carne de cordero, intenta sobornarnos con las pruebas del crimen. ¿Usted, no tiene ninguna intención de salvarse?

-Comer es la mejor forma que encontré para salvar mi vida.

-Al no tener, el sospechoso, argumentos sólidos que esgrimir, en beneficio del honor de nuestro pacifico sistema, se lo debe declarar culpable.

-Sin ninguna abstención- agrega el menor.

-Como su inconsciente- continúa el mayor- está siendo influenciado por la oveja, su castigo no será el exilio.

-¿De qué castigo me hablan?, ¡esto es un sueño!-intenta defenderse.

-Cállese-ordena el mayor, se agacha y rasguea la línea vertical en la cual está parado, emitiendo una nota tan aguda como grito de eunuco al verse después de la operación, que obliga a Hugo a taparse los oídos para evitar el dolor.

Medio minuto después termina el desagradable sonido; el menor sigue hablando:

-Usted, en ningún momento se resistió a la tentación de comer tan sabrosa carne y por eso no cuenta el pretexto de estar durmiendo.

-Estoy soñando, las consecuencias no deben preocuparme- se repite Hugo mientras se acuerda de la cantidad innumerable de sueños que tuvo de niño en los cuales sostenía bien fuerte los tesoros, y que todas sus energías se enfocaban en retenerlos, pero siempre le pasaba que al despertar sus manos sólo encerraban la esperanza de que en la siguiente noche conseguiría al fin poder llevarse los tesoros a la realidad. Por el contrario cuando en un sueño cometía un acto irresponsable, despertaba con terror por las consecuencias. Con el tiempo dedujo que las acciones en el subconsciente no generan reacciones en el conciente, y se relajó.

-Será mejor que empiece a preocuparse de sus actos-el mayor se limpia el logo de su camiseta-. Mañana comenzará su sentencia. Qué su descanso continúe provechoso-. Se dan vuelta y se suben por las dos líneas verticales.

Hugo deja de hacer la plancha sobre el chimichurri, apoya los pies en el suelo del tanque azul y baja los brazos escondiendo los pedazos de costillas que había elegido entre todos las demás:

-Adiós- saluda y comienza a sentir la culpa de sus actos como si millones de hormigas le estuviesen mordiendo el cuerpo entero.

 

4– Mango, tema del grupo sevillano Los Mojinos Escozíos. Sevilla: provincia de España.

Lunes

Lunes

Se asoman los primeros rayos del sol. La oveja, que nunca duerme, aplaude con sus pezuñas y cacarea:

-¡Mé mé mé meéeee!

Hugo abre sus lagañosos ojos y ve a su animal relamiéndose la sangre que le chorrea del morro sin incisivos superiores. Se los frota para comprobar si es una ilusión y comienza a sentir el brazo derecho mucho más liviano. Se lo mira y descubre que desde la muñeca hasta el hombro le falta la manga de la camisa, la piel, la carne, los músculos y las venas; tiene los huesos limpios y brillantes:

-¡¿Qué mierda hiciste?!-le grita mientras piensa: Sin embargo aun puedo moverlo.

-¡Meé, meé!- le responde la oveja explicándole que tenía hambre-. ¡Meé, meé!- y que de todas formas no tiene por qué darle explicaciones, ya que sólo debe manejar y mirar para adelante.

-¿Me podrías haber pedido permiso?

-¡Meé, meé!- la oveja le explica que no lo consideró apropiado pues quiso respetar su sueño; y que además, de tanta hambre se estaba enfermando.

-Yo también tengo hambre, pero no me ando comiendo a los integrantes del dúo- murmura Hugo ordenándole a los huesos de su brazo que gire la llave del encendido.

-Meé, meé- la oveja lo invita a que también se coma su carne; no será dulce de leche, pero cuándo no hay pan, duelen los dientes.

A Hugo no se le cruza por la cabeza comer su propia carne (aun), pues su mente está ocupada pensando si es un beneficio que ahora deba hacer menos fuerza para mover la palanca de cambios. La puerta de atrás se abre y se asoma Saco con Pitucones:

-Hola, loco- se sienta-. ¿Te acordas de mí?

-¡Saco con Pitucones, ¿cómo me voy a olvidar?, si vos sos lo más grande!

-¡Meé, meé!- la oveja mueve el espejo retrovisor con el muñequito desnudo y la banderita con los colores patrios y explica que también ella se acuerda del pasajero.

-Voy al primer banquito de cemento que hay en el cruce de las peatonales.

-Entendido, compañero.

-¿Qué es de tu vida, tanto tiempo que no te veo?

-Acá ando, con mi impecable auto, manejando derechito, con muy poca nafta- acelera el vehículo- y con mi oveja como copilota las veinticuatro horas. Lo de todos los días.

-¡Meé, meé!- mientras se limpia hasta el último rastro de sangre, le recrimina que los clientes no se quieren enterar de sus asuntos personales.

-Te veo más delgado que la última vez- le hace notar Saco al ver el huesudo brazo-. ¿Vos no serás anoréxico?

-Sabes que con el trabajo no pude comer mucho.

-¡Meé, meé!- le ordena que frene su lamento, si no quiere ser victima de su furia.

Hugo entiende la amenaza e intenta sacar un tema que no sea personal. Saco con Pitucones se le adelanta:

-¡Cómo los bailaron ayer! … ¿Viste el partido?

-Todavía no me conectaron el cable en el auto; pero igual fijate que no podría manejar viendo la televisión.

-¿En tu casa no tenes cable?

-¡Meé!, ¿meé?- ¡No mientas!, ¿cómo no vas a tener cable?, le objeta la oveja y como castigo le muerde la camisa azul y parte de la piel del torso derecho.

Hugo se saca la camisa para que el animal pueda comer como corresponde y le explica a Saco mirándolo de reojo:

-En mi casa tenía cable, pero en este momento mi casa es el auto.

-¡Te entiendo; tenes mucho laburo!-Saco se lamenta de lo deprimente de la conversación. Se muerde la uña de su pulgar izquierdo a la vez que observa a la oveja comer; finalmente deduce en vos alta la forma de cambiar el tema: -¿No le caerá mal tu carne? Tenía entendido que estos animales viven de la verde, pasto, yuyos, chanchullos; toda esa mierda.

-Su plato favorito es el dulce de leche, pero me estoy dando cuenta que estos animales son omnívoros.

-¡Omnívoros, míralo cómo habla el tipo! Te refinaste desde la última vez.

-Uno con perseverancia mejora.

-¡Meé, meé!- ¡No te hagas el maestrito!

-Los únicos omnívoros son los jugadores de fútbol.

-Los jugadores- Hugo intenta no prestarle atención al animal- son lo más maravilloso y lo más lamentable de cualquier deporte-. Cuando termina de decir esto se sorprende de lo extraordinaria que le salió la oración. Enseguida recuerda las crocantes papas fritas con deliciosas milanesas que comía de pequeño y su estomago comienza el conocido sonido de descontento, pero esta vez amplificado por la caja toráxico sin músculo ni piel en su lado derecho.

-¡Qué te dije, sabía que le iba a caer mal tu carne!

-Es mi estomago el que se queja.

-¡Meé, meé!- la oveja le recrimina que el riñón no está muy apetitoso por la cantidad de sal que usó en su vida.

-¡Yo tenía razón- se enaltece Saco-, vos sos anoréxico!… ¿Ahora vas a vomitar?

-Nada hay que devolver, si no se ha mordido bocado-. Hugo sin comida, le da por la poesía. Detiene el auto en el cruce de peatonales, justo frente al primer banquito de cemento.

-Si es hambre lo que tienes- Saco con Pitucones saca de su bolsillo interno un paquete hecho con servilletas; lo abre y extrae un sándwich-, yo puedo compartir mi almuerzo contigo-. Corta un tercio, se lo entrega con clemencia, abre la puerta y se baja como si el sol fuese un reflector que sólo lo ilumina a él, abriendo los brazos y agradeciendo al público que su obra de caridad haya salido tan colosal y grandilocuente. Sobre la vereda aparece un bidón. Hugo pega un manotazo al asiento trasero y agarra el pequeño pedacito. Se baja y de un bocado hace desaparecer el pan, con algo de salsa Golf,  un poco menos de jamón y casi nada de queso. Camina hacía sus ingresos y se puede ver el proceso de digestión a través del hueco que tiene en su torso (también se ve bastante bien parte del circulatorio y del respiratorio). Levanta el bidón y se da cuenta que no está completamente lleno; arriesga que tiene tres cuartos de bidón. Vierte el contenido en el tanque de nafta y el bidón vacío lo deja sobre el asfalto. Sube al auto, y como le falta parte de la estructura a la cual está acostumbrado, al sentarse inclina su torso hacia la derecha hasta golpear su hombro con la palanca de cambios. De ahora en más todo recaerá en su curvada columna vertebral; se endereza con enorme esfuerzo, aunque frente a su oveja se muestra vanidoso. Ésta indiferente a las payasadas de su amo, con la cucharita plástica en su pezuña derecha espera que arranque el auto para continuar devorando el interior de los salados riñones. Otra vez el cielo se oscurece. Las ovejas con gorros y antiparras vuelan en formación con dirección sur, pero retrocediendo con la mirada hacia el norte y meéando su himno:

-¡Meé, meé!- (Son tiempos de bonanza para nuestra gloriosa raza; somos los antaños reflejos del mundo. Soberanos somos de la misma causa, y a ella nos debemos espurios. La gloria en un nuevo amanecer nos desvela, será la labranza del camino y jamás la especulación del rumbo).

-¡Meé, meé!- (Somos los pueblos unidos del sur), recita un hombre gordo que entra y deposita sus carnes en el asiento de atrás.

-¡Meé, meé!- (Somos los pueblos unidos del sur), entona la oveja.

-¡Mm… mm!- intenta cantar Hugo, pero sigue sin poder memorizar la letra y decide tararear desentonando- ¡Tée, Téeé!

Las ovejas voladoras comienzan a agruparse y forman incontables círculos concéntricos que abarcan todo el horizonte. Parece como si flotaran en el cielo como si fuese una interminable piscina. Las miles y miles de ovejas hacen un gesto de afirmación con sus cabezas al mismo tiempo, se toman de las pezuñas y comienzan a realizar una rutina danzante de nado sincronizado. Los testigos de la escena aplauden al ritmo del 2×4. Las ovejas hunden sus cabezas en el cielo y comienzan a patalear todas al mismo tiempo y de la misma forma: dejan una pata recta y la otra flexionada a noventa grados; así juguetean por un rato largo y luego lo repiten con la otra pierna. Hunden en el cielo la parte de atrás de su cuerpo y reaparecen las cabezas con sus gorros y las patas delanteras. Las abren y las flexionan siguiendo el ritmo, las giran por arriba de sus cabezas, se hacen las crucificadas, las extienden señalando hacia abajo y otra vez para arriba. Hunden sus cabezas y repiten el baile hasta que termina la música. Se sacan los gorros y los llevan al pecho esperando el veredicto. La mayoría de los testigos humanos extraen biromes, lápices o marcadores y escriben letras bien grandes en las veredas, calles, paredes, indefensos árboles, capotas y baúles de autos, balcones, terrazas y todo el sinnúmero de cosas que hay en una ciudad. El promedio de notas da un BBC+ sobre AAA+. Las ovejas voladoras se colocan sus gorros con sus respectivas antiparras, se forman nuevamente en miles de filas y con la mirada hacia el norte se pierden en el horizonte del sur.

-Cada día que pasa lo hacen mejor- declara el hombre gordo-. Voy al bar de Don Carlos.

Hugo va a acelerar, pero se da cuenta que no conoce la ubicación del bar:

-Disculpe, soy nuevo en el rubro y todavía no conozco tanto; ¿dónde queda ese lugar?

-¡Meé, meé!- la oveja degusta el intestino grueso y también el delgado con la cucharita de plástico chorreando sangre y liquido visceral.

-Queda frente al casino.

-¡Ah, claro!- miente Hugo pisando el acelerador.

-Felicitaciones- elogia el gordo para amenizar el trayecto-, un noble trabajo el suyo.

-Todavía me estoy adaptando, pero sin duda estoy mejorando.

-Me imagino- declara el gordo señalando el incompleto estado de su cuerpo- que tu obra social no está cumpliendo todas sus prestaciones.

-Todo esto me agarró de imprevisto, y todavía no tuve oportunidad de realizar mis cargas sociales.

-Supongo que me estas hablando solo de vos, y qué la oveja tiene su cobertura.

-¿Meé, meé?- se sorprende de tener obra social y sigue comiendo.

Hugo se muerde el labio y sin mirar a su mascota comer sus entrañas, confiesa:

-No sabía que se debía hacer y dónde se realizaba.

La oveja levanta sus orejas hacia atrás, deja de comer, se sienta recta y con la mirada clavada en su amo, bufa:

-¡Meé!- ¡Yo quiero una obra social, y qué sea bonita!

-Discúlpeme- el hombre gordo extrae una billetera del bolsillo izquierdo del pantalón-, las cargas sociales de usted las puedo dejar pasar, pero me veo en la obligación de cobrarle las de su oveja.

– Yo… yo… -intenta excusarse Hugo- no tengo plata.

-Entones…- el hombre gordo guarda la billetera, extrae una bolsita de consorcio del bolsillo derecho y una navaja del ejercito suizo-, me pagará con lo que pueda.

-¡Por favor-suplica Hugo mirando por el espejo retrovisor-, la cara no me la toque!- Se desabrocha el cinto y se saca los lienzos, quedando en zapatillas de tela, medias y calzoncillos.

El animal se da vuelta y le aclara al gordo:

-¡Meé, meé!- ¡Dejale algo a la oveja!

El gordo con la mano derecha le hace un gesto para que se relaje y con la izquierda extiende el filo de su navaja, a la vez que se acerca a las piernas. Empieza a cortar pedazos y los guarda prolijamente en la bolsa. La oveja mira con recelo, a pesar de ser conciente que es necesario para que en su futuro viva con plena seguridad para ella y los suyos. Hugo maneja apretando sus labios y con la mirada clavada en el camino. A medio metro del parabrisas vuela llameante una bomba molotov que lo obliga a clavar el freno. Cae en el techo de un sedán verde y estalla produciendo una ola de fuego negro y una furiosa tormenta de vidrios. Un cordero se baja por la puerta del acompañante y corre para que se le apague el fuego que abraza su cuerpo, a los diez metros se desploma y después de dar algunos espasmos muere completamente chamuscado. El desenfrenado asesino está en la esquina izquierda al Huracán, canta vaya uno a saber qué, salta, se trepa al semáforo y agarrándose la remera, aúlla como un lobo llamando a su jauría. A unos metros un ómnibus abre la puerta y baja el chofer, con los brazos y piernas esqueléticos, arrastrando a una oveja de la oreja que no para de meéar. Sobre la vereda, comienza a patearla alternando el lomo y la cabeza, hasta que la deja sin conocimiento. La agarra nuevamente y la arrastra hasta un buzón; encaja a presión el morro en la abertura para las cartas y la deja colgando aun grogui. Retrocede relamiéndose la baba que le cae por la boca y a quince metros de distancia se desgarra su camisa celeste y corre hacia el buzón, salta y con una patada voladora golpea la nuca del animal. A diestra y siniestra las reacciones de los humanos se manifiestan de lo más primitivas. Seres, en su mayoría, que no suelen sorprender con su rectitud y moral, hoy se enajenan de tal forma que desconocen su propia naturaleza. Sobrevivir bajo cualquier precio. A Hugo el horror de estas acciones lo indignan de tal forma que queda paralizado con cara poco agraciada. La oveja se aterroriza y se lleva las pezuñas delanteras a los ojos. El hombre gordo permanece indiferente cortando pedazos, mira los rostros de la oveja y su amo y comenta:

-Yo sabía que tarde o temprano algo así iba a pasar. No se preocupen, no creo que el caos dure mucho.

El cielo se nubla; relámpagos, truenos, rayos, centellas por doquier, y a pesar de la tormenta, el regreso de las ovejas voladoras con gorros y antiparras. Todos detienen sus actos y miran hacia arriba.

-¡MEÉ, MEÉ!- entonan las ovejas y las personas que les mantienen su apoyo(Los laureles galardonan nuestra dignidad y las medallas brillan en nuestro sangrante pecho. Con la pluma se forjó nuestra soberanía y la prosperidad se escribió con el acero. Cuando se produzca el descontento, se aplicará la tiranía).

-¡MÉE, MÉE CIELO!- meéan las ovejas voladoras y se hunden en el cielo gris. Las nubes se embravecen y comienzan a moverse como un mar crispado. Llueve, graniza, vientos huracanados y tifones invertidos. Entre los humanos presentes el miedo es el gatillo en común que dispara distintas reacciones: algunos corren y tratan de cubrir sus autos del granizo; otros beben de la lluvia y comienzan a olvidarse de todo el asunto, simpatizando nuevamente con los lanudos rumiantes; unos cuantos apuestan cuántas gotas de lluvias caen por segundo, o cuántos aviones y helicópteros llevan dando vueltas los tifones, distraídos en la timba también abandonan cualquier intento de sublevación; los restantes realizan distintas actividades deportivas en la lluvia: salto en largo por sobre el charco, carrera en calle granizada de esquina a esquina empujando un auto o una camioneta con dos, tres o cuatro personas dentro y sus respectivas ovejas, recolección de granizo con sombrero o cartera en el caso de las mujeres, lanzamiento de avioncitos de papel con el envión de los vientos huracanados. Nuevamente reina la paz. Sale el sol, se derrite el hielo y se evapora el agua. Entierran los quince cadáveres ovinos y los 147 humanos que dejó la frustrada revolución y todos regresan a sus responsabilidades como si nada hubiese pasado. La oveja decide no comer más por el momento y procede a limpiarse la boca. El gordo corta el último pedazo, se guarda la bolsa medio llena, baja del auto acomodándose la pilcha y se aleja al siguiente asunto. Hugo, sin la carne de su brazo derecho, de la mitad de su torso y de las dos piernas, comienza a tener hambre y se extraña que su estomago no haga ningún ruido particular… Si no tengo estomago, ¿por qué tengo hambre? Desciende del auto reflexionando con esta duda y con la vergüenza de estar en calzoncillos en el medio de la vereda. Si no lo hago yo, nadie lo hará, se convence y a pesar del pudor camina hacia el pago de su trabajo. Agarra el bidón y piensa que comerse uno mismo en caso de necesidad no ha de ser tan malo. Este tiene cinco litros nada más, deduce. Para verter el contenido en el tanque levanta el bidón hasta la altura de su cabeza, acerca su brazo izquierdo hasta su nariz y el olor lo sumerge tanto en el éxtasis que no siente dolor al morderse y desgarrarse su carne. Lanza el bidón a cualquier parte y camina hacia su puerta mientras continúa comiendo su brazo. A medida que digiere los pedazos, estos caen en el hueco de su panza con rayos X y comienzan a regenerarse las células del estomago. Se sienta y termina de comer todo su brazo hasta dejar los huesos relucientes. El estomago se reconstruye completamente. La oveja ve este milagro y de envidiosa nomás, le ordena que arranque el auto y mantenga los brazos en el volante para que pueda comerlo. Hugo con la mano derecha, la que aún continúa con piel y carne, acaricia el muñequito sin esmoquin y arranca el vehículo. Doscientos metros más adelante un hombre con overol y una cacerola de aluminio en la cabeza detiene el auto y comienza a mover la antena. Hugo abre la ventanilla y le explica:

-No se caliente, amigo, no tengo radio.

-Yo nací con la obligación de ser sintonizador de radios y crecí con la ambición de ser el mejor en mi competitiva profesión. Es por esto que brindo mi servicio para los que tienen radio y para los que no se pueden dar ese lujo- explica sin mirarlo y plenamente concentrado en mover la antena de un lado a otro.

Hugo entiende que no será nada fácil sacarse de encima a ese curioso personaje y apaga el motor para racionar la energía.

-No me lo apague, jefe, que no puedo sintonizar.

-Prendido se gasta nafta.

-Y yo con el motor apagado, no puedo hacer mi trabajo y pierdo mi tiempo. Yo mi trabajo lo voy a hacer bien, vos decidís cuándo.

Hugo gira la llave al encontrarse con unos argumentos tan sólidos y porque además su oveja quiere terminar de comer el estomago y le meéa para que se deje de joder y le haga caso al pobre laburante. El sintonizador abandona la antena en la misma posición que estaba antes de tocarla, se moja un dedo con la boca y lo extiende al cielo agudizando los sentidos del tacto y de la audición. Siente la vibración de la brisa y se felicita por haber completado el trabajo tan satisfactoriamente. Le entrega un talón de formularios, una lapicera y le indica donde debe firmar. Hugo dibuja su autógrafo, espera que todo esté correcto y acelera el auto al escuchar sus costillas como uno xilófono interpretado por la oveja y su cucharita plástica. Regula la velocidad a la de humano y recorre la tarde de la ciudad en busca de un nuevo pasajero. A mitad de cuadra, detiene el auto por el trafico que produjo el accidente de un ciclista (esta vez el casco no le sirvió de mucho) y un camión recolector de abono ovino. La puerta de atrás del Huracán se abre y entra una de las secretarias abucheadoras de cátedras sobre literatura inglesa:

-Buenas tardes.

-Buena está usted-Hugo intenta hacerse el pícaro.

-¿Cómo?

-Buenas para usted, señorita.

-¡Meé!- el animal sugiere que no pase más papelones-. ¡Meé meé!- ¡Mira si esta mina va a estar caliente con vos!

-Veo que su compañera- Hugo no se da por vencido y prueba haciéndose el amistoso e interesado, ya que si está sola se considera con chances para conquistarla- esta vez no va acompañarnos.

-Mi hermana me acompaña siempre, aunque no esté en cuerpo entre nosotros, su presencia se siente.

Hugo da marcha atrás para evitar el accidente, pensando en que ella  se lo dijo en forma de verso y utilizó la palabra cuerpo, por lo tanto podría ser una indirecta que le dejó picando. Mientras más lo piensa, su autoestima más le da la razón a la oveja. Ya no se siente seguro de su hombría y sólo se dedica a trabajar:

-¿A dónde vamos?

-A dónde vos quieras, Hugo- responde la chica acariciándose la quebrada entre sus tetas y desabrochando el último botón de su camisa para mostrar el encaje rojo de su corpiño.

¡Epa! Qué recuerde mi nombre a pesar de que tengo más de la mitad  del cuerpo esquelético es importante para entablar una relación, deduce tocando nerviosamente el muñequito. Es muy posible que ella me desee, Hugo se sigue dando maquina y ahora sólo piensa adónde llevarla: La podría llevar a mi casa… No, no puedo dejar a la oveja sola en el auto… Al bosque donde me quedé dormido ayer, en el asiento de atrás… No va a querer que nos mire la oveja… Podría ser lo suficientemente rápido para bajar al animal a que haga sus asuntos por el tiempo en que nosotros hacemos los nuestros… Si puedo ser tan rápido, puedo llevarla a algún lugar más privado, hacerlo y que regresemos al auto antes que la oveja me meé por haber tardado. En mi casa vamos a estar más que bien. Una vez decidido el destino, emocionado acelera hasta llegar a la cuarta marcha. A las dos cuadras se queda sin nafta.

-Acá llegamos-se lamenta Hugo, sin quitar la fría mirada del camino.

-Gracias- la mujer se baja distinguidamente y femeninamente recorre la distancia que la separa del auto de atrás.

Hugo desciende y se lo ve mucho más acostumbrado a que su despojada columna sea la estructura de su incompleto cuerpo, camina hacia el bidón de recompensa y al levantarlo deduce: Esta vez es sólo un litro. Detiene sus obligaciones y permanece un instante observando los alrededores: La noche se presenta con sus mejores galas. Buena facha se me muestra la luna y yo con mi mejor traje de miseria. Si esta es la última de mis noches, sabré que habrá valido la pena. Vierte el combustible y el bidón lo lanza, pero esta vez, con tanta mala suerte, que destruye el parabrisas de un auto que se encuentra cinco metros más atrás. Al escuchar el estallido de los vidrios, Hugo se golpea la frente con la palma derecha, ¡Qué boludo!, y espera que el dueño le venga a reclamar el daño. Del lado del copiloto se baja un carnero esquilado al ras, que al galope se lanza en su dirección. Hugo deja caer sus esqueléticos brazos (la mano derecha aún tiene carne) y permanece quieto. El animal salta hacia al pecho, lo golpea con su morro y lo obliga a caer; se le sube encima y comienza a devorarle la carne de la cara. Hugo se queda acostado con las palmas hacia la luna y cuenta cráteres mientras espera que termine con su particular rostro. Cuando finiquita todas las partes blandas de la cabeza y el cuello, el animal agarra una pajita tirada en la calle, se la inserta en un orificio nasal y comienza a sorber el cerebro. Una vez satisfecho, el animal agradece con un despreciativo ¡meé! y por soberbia se atraganta con algo. ¡Meé, meé!- ¡Cof, cof!, tose y con enormes ojos rojos intenta golpearse la espalda con las patas delanteras. Hugo con su nuevo look de reluciente calavera, se levanta y agarra al carnero por la espalda; le da dos apretadas al pecho y el animal vomita la melena, curiosamente seca, a la vereda. Sin agradecer por su vida galopa hacia el auto y Hugo camina al suyo, tras levantar sus cabellos y colocárselos sobre su cráneo desnudo. Se sienta y cierra la puerta, atrayendo con el golpe la mirada de su animal.

-¡MEÉ!- ¡Ahh!, grita aterrorizada-. ¿Meé, meé?- ¿Quién se comió mi comida?- pregunta con gran indignación.

El protagonista no quiere contestar y busca fuerzas pacificas en el muñequito sin esmoquin y sin pistola:

-¡A la mierda!- se sorprende de su apariencia al verse en el espejo retrovisor. Se saca los ridículos pelos de su brillante testa, los tira a la calle y arranca el vehículo.

Martes

Martes

A la medianoche, las presencias urbanas se vuelven timoratas y no se muestran con tanta frecuencia; de vez en cuando se ven los guiños de algún auto que no va a menos de 60 kilómetros por hora. En una bocacalle, por el cruce de uno de estos intrépidos vehículos, Hugo se ve obligado a clavar el freno e insultar levantando su huesuda mano izquierda con el anular extendido. El Huracán 73 se apaga. Intenta dar marcha, pero su sed de ahorro le sugiere empujar el auto para no gastar la poca nafta que le queda. Se baja y empieza a empujar. Aparece la adorable viejecita caminando muy lentamente a la par del vehículo e intentando agarrar la manija de la puerta. Hugo ve como se esfuerza la anciana y decide parar. La señora abre la puerta, se sienta y se desplaza a la izquierda para que Hugo pueda escuchar, por las dudas también abre la ventanilla:

-Buenas noches, joven- mira la apariencia del chofer y maternalmente le pregunta- ¿No tiene un saquito para ponerse?

-No tengo frío.

-Allá, usted. Sería tan amable de llevarme atrás, pero sin dar la vuelta.

Hugo piensa que la única forma de ir para atrás sin girar en U es ir derecho en forma recta, al ser una circunferencia la tierra, si uno va derecho tarde o temprano se llega al lugar de dónde se partió. Son un problema, los mares, lagos, ríos, glaciares, desiertos, bosques y todo lo que uno se puede encontrar. Hugo se da cuenta que puede pensar y hacer otra cosa al mismo tiempo y comienza a empujar el auto al ver que la viejecita por aburrimiento ya se metamorfoseó a extraterrestre y que su oveja después de meéarle un rezo al pasajero se acercó a su ventanilla y empezó a comer su mano derecha, reclamándole un poco de movimiento. Colón tenía esta ambición- reflexiona, lo mira al marciano y éste se señala la cabeza en señal de que sabe lo que piensa- y teóricamente lo pudo comprobar. Yo también lo puedo comprobar teóricamente, ya que prácticamente me sería imposible cruzar el mundo con el Huracán 73. Si fuese anfibio sería otra cosa. Con lo enorme que es este planeta no puedo imaginar lo inmensa que sería la recompensa por una vuelta. Empujando no voy a llegar muy lejos.

-Señor extraterrestre, la viejecita me dijo que la debía llevar hacia atrás sin retomar, pero se me hace imposible.

-¡Meé, meé!- le refriega la oveja queriendo decir: ¡Para los ganadores nada es imposible!

-Joven, que usted no esté pensado en la comida es una muestra de entereza asombrosa; sin embargo, me parece que usted está pensando en nada.

-Es cierto, la mayor parte del tiempo pienso en boberías-se disculpa Hugo.

-Meé-termina de comer la mano de su amo y decide dar por terminada su alimentación hasta la mañana.

-¿Cómo hace entonces si tiene que ir hacia atrás sin poder retomar?- intenta el extraterrestre razonar con Hugo.

-Creo que así no vamos a llegar a ningún lado; le acabo de decir que no tengo la menor idea de cómo hacerlo.

-¡Meé, meé!- se burla la oveja pues ella aparenta saber la respuesta.

-Joven, la respuesta es simple, usted se da vuelta, mira hacia atrás y empuja el auto hasta que le diga que es suficiente.

-¡Tiene razón!- Hugo toma fuerzas y empuja.

-Meé- le felicita la oveja con un tibio aplauso.

La lluvia estática cubre el cuerpo del extraterrestre y se transforma en la niña con flequillo en la nuca y pelo largo tapándole el rostro:

-Es importante- recomienda la niña- que se descanse bien si se quiere conseguir un plato con alimento.

Hugo intenta enjugarse el sudor de la frente por el esfuerzo que está realizando y descubre que la fatiga comienza a producirle ilusiones, ya que transpira sólo en las partes que aun continúan con piel y no es el caso de su mollera. Necesito dormir, se afirma en silencio y declara:

-Yo…-se le escapa un bostezo al observar a su oveja sentadita, con el cinturón de seguridad puesto y la mirada hacia adelante -… voy a empezar a tenerlo en cuenta. Usted me dice hasta dónde.

-Tres pasos más… Si es cuestión de dinero la tranquilidad de tu sueño, todavía estas a tiempo de vender el bidón que guardas-. La niña sufre la tormenta de puntitos negros y blancos.

Hugo recuerda el bidón en el baúl y el valor que le intentaron cobrar en la estación de servicio: diez pesos. La masa de puntitos toma el tamaño y las características del rápido loro:

-Te doy cuatro pesos por bidón- con su pico saca de entre sus plumas un fajo de billetes. Retira cuatro de a peso.

Al ver tanto dinero las cuencas vacías de Hugo emiten un dorado destello y retruca:

-Si me das cinco pesos cerramos trato.

-OK- retira un billete más, le entrega los cinco y vuela hacia el baúl.

Hugo, orgulloso de su habilidad en los negocios, deja de empujar y camina para entregar su parte del contrato. El loro intenta levantar el bidón vacío con el pico y al notar que se le hace imposible regresa al tamaño del extraterrestre:

-Que sea de su provecho, joven -comenta-; espero que sepa invertirlo.

-Nada me va a dar tanta ganancia como lo que tengo pensado-. Hugo agarra la recompensa del viaje: un bidón con dos litros de nafta. Vierte el contenido en el tanque y luego guarda el bidón en el baúl. Abre su puerta, mira a su copilota y con actitud burlona le muestra los cinco rugosos billetes. La oveja se babea y extiende sus patas delanteras hacia el dinero:

-¡Meé!-le ordena que vaya a comprar dulce de leche.

-No, no, no- Hugo niega con la cabeza y se coloca su tesoro bajo el elástico del calzoncillo-. He cumplido todas mis obligaciones contigo y ninguna para conmigo. Esta plata es mía y esta vez la voy a usar para mí. Estos cinco pesos son para conseguir un estacionamiento y así el Huracán y yo podremos dormir como corresponde.

-Meé, meé- Me parece bien, pero no te lamentes en el futuro, le aclara.

Hugo sonríe y empieza a empujar el auto (continúa con el pensamiento de ahorrar nafta) hasta el estacionamiento más cercano. Cuando llega, saluda al manco encargado y le suplica por cinco pesos un espacio por toda la noche. El encargado se identifica con Hugo al ver que también está siendo engullido y le lanza una furibunda mirada a su propia oveja, que se encuentra sobre la alfombra para limpiarse los pies, comiendo la carne de su mano derecha:

-La tarifa por noche es casi el doble. Generalmente no se me está permitido hacer descuentos tan importantes- le explica moviendo su brazo sin mano-… Ayer le hubiese dicho que no para quedar bien con los jefes. Hoy mi oveja comenzó a comerme y ya no le temo tanto a las consecuencias…  Estaciona donde puedas. Mañana me pagas.

-Gracias, gracias.

-De todas formas, le voy a pedir que se marche apenas amanezca; para qué no me meta en más problemas de los que tengo.

-Muchas gracias. Le debo una.

-Si no nos ayudamos entre nosotros que nos queda.

-Meé, meé- la oveja de Hugo imita irónicamente la frase del encargado y suelta una rumiante carcajada. La otra oveja deja de comer la mano y también ríe.

Hugo empuja hasta el único lugar vacío que queda en todo el estacionamiento. Entra al auto, se sienta exhausto y con un cortado hasta mañana, se duerme. La oveja acerca su morro al lugar donde antes estaba la oreja derecha y le enseña cómo debe soñar: Hugo está en el medio de un interminable laberinto. Dobla una esquina y se encuentra con un muro en donde cuelga un cuadro con la imagen del vendedor de autos y  su sonrisa de buenos días. Cambia la dirección una y otra vez, y una y otra vez aparece el mismo cuadro con el rostro del vendedor. Para comprobar que no está siguiendo el mismo camino decide destruir el cuadro. Se ensaña de tal manera que sólo pequeños rastros de esa siniestra sonrisa quedan sobre el gris cemento del laberinto. Regresa en sus pasos y en la esquina dobla a la izquierda, luego a la derecha y otra vez se encuentra con un cuadro en impecable estado. Regresa en sus pasos y busca los rastros de su destrucción. En el suelo no encuentra nada; colgado del muro aparece un espejo del mismo tamaño y con igual marco que el cuadro. Se ubica a la distancia suficiente para que su reflejo sea de cuerpo entero y lo más cerca posible para poder apreciar bien los detalles. Permanece quieto, mirándose en el espejo, tratando de acordarse cuales eran las facciones que tenía: lunares, cicatrices, manchas, imperfecciones, pelos, curvas, llanuras. Ahora es un esqueleto más de tantos otros. Dentro de los muros del cementerio los esqueletos se diferencian entre sí sólo por el sexo al cuál pertenecieron. Esta masificación de las personas lo enfurece, corre hacia el espejo y lo destruye descargando toda su violencia. Aun con ira trota por los pasillos, da vueltas una y otra vez, y siempre tras cada esquina aparece el mismo cuadro del vendedor. Está cansado, se acuesta sobre el piso del laberinto y entre las sombras de los muros se queda observando el azul del cielo. Se duerme y sueña que está vestido de pastor (de animales, no de humanos), sentado en una mesa de bar para cuatro, con la compañía de una oveja enfrente de él y dos corderos sentados a los costados. La oveja, lleva unos grandes anteojos negros, termina de barajar un mazo español y comienza a repartir tres cartas a cada uno; agarra sus naipes y le pasa los bordes de sus pezuñas sobre el número y sobre las líneas del palo; una vez que sabe la suerte de su mano le ordena a Hugo: Meé, meé, que juegue una carta baja y vaya al pie. Los corderos de los costados parlotean mientras se hacen señas. El que está ubicado a la izquierda de Hugo, lleva puesto una túnica blanca, juega un tres de copas. Hugo juega un 4 de oros. El cordero de la derecha, tiene una corona de laureles, le meéa un agresivo real envido y juega un seis de espadas. Hugo mira a su compañera y le niega con el dedo. Ésta se mantiene quieta y contesta: Meé, meé; Ni pa´l tanto ligué, no se quiere. Luego juega un tres de oro y explica: Meé meé, Parda la primera, se juega la mejor en la segunda. El cordero que lleva túnica grita: ¡Meé, meé!, ¡Truco, mierda! ¡Meé meé!, ¡Quiero retruco!, se adelanta la compañera de Hugo antes que pueda decir algo. ¡Meé, meé!, ¡Quiero vale cuatro!, desafía laureles en la cabeza golpeando la mesa y mirando fijo e irónico al humano. Hugo lleva sus cartas al mazo pero su colega acepta el desafío. Túnica escupe el reverso de una de sus cartas y se la pega en el morro mostrando el vigoroso ancho de espadas. Ganada la mano, le toca el turno de repartir, se despega el ancho y lo guarda entre sus telas blancas. Hugo indignado mira a su compañera esperando apoyo para quejarse y gritar: ¡Trampa! Ésta se quita los anteojos y muestra sus dos cuencas vacías. Corona de laureles termina de anotar cinco palitos en el tanteador, le quita los lentes de las pezuñas y comienza a frotarlos con un paño de pana; una vez limpios se los coloca nuevamente acomodándole un rulo de lana que cae sobre el entrecejo. Hugo ve la gentileza con su compañera y piensa que no han de ser tan malos los corderos, mientras espera las cartas de la mano arreglada. Ve sus naipes y decide ir al pie jugando la sota de copas, para no deschavar los treinta y uno de mano. Laureles le indica a su colega que tenga cuidado al cantar envido y juega un caballo de oros. La oveja ciega canta envido antes de jugar un siete de basto. ¡Meé meé!,  ¡Falta envido!, replica Túnica. No quiero nada y meé voy al mazo, se acobarda su compañera y tira las cartas, haciendo que Hugo se coma sus tantos y dejándolo en pelotas para el truco. ¡Meé!, ¡Truco!, Túnica acelera el trámite al notar que la primera le quedó fácil y que todos en la mesa saben que es él quién tiene el as de espadas. ¡Moó!, intenta negar Hugo. Túnica interpreta que se quiso y juega un rey de bastos y luego el grueso sable. La oveja con anteojos le recrimina con la pezuña que su incapacidad para hablar les están costando muchos puntos. Laureles anota cuatro palitos más. Túnica se dedica a observar que todo el proceso de mezclado se realice correctamente. El único humano en la mesa ve como la casilla de su tanteador permanece virgen y decide demostrar lo bien que a él también le sale el embuste. Separa la carta más alta y la coloca en el medio de la baraja, marcando la posición con la uña sucia del dedo chiquito de su mano derecha. Reparte y por último se da la carta de la matufia. Túnica no percibe ninguna anomalía, pero al ver el designio de sus naipes y que no le tocó al ancho, consulta con Laureles, y tras escuchar las palabras: humano tramposo, impugna la mano cruzándose las patas al pecho. La oveja ciega afirma la impugnación con la cabeza y también se cruza de patas. Hugo entrega la evidencia y el resto de las cartas a Laureles para que se reparta. Éste se prepara la baraja para su beneficio y se da los dos anchos machos y  a su colega treinta y tres.  La oveja con anteojos elige al tuntún una de sus cartas y  juega el siete de oro. Túnica se siente ofendido y decide matar con el siete de espadas. Hugo suma nuevamente sus palos y canta: ¡Envido! Laureles confundido pregunta: ¿Meé meé?, ¿Qué dijo?  ¡Meé!,  traduce la oveja con anteojos. ¡Meé meé!, ¡Falta envido!, grita Túnica parándose erecta sobre la silla. ¡Mií!, intenta hacerse entender Hugo. ¡Meé!, ¡quiero!, acepta su compañera y canta veintisiete. ¡Meémeé!, ¡33!, festeja Túnica, salta a la mesa y comienza a bailar de felicidad. Laureles también salta, baila y se vitorea. ¡Meémeé!, ¡34!, detiene la fiesta Hugo. Los tres rumiantes se quedan petrificados y sorprendidos giran sus cabezas, sin poder creer cómo el humano pudo aprender a hablar su idioma más que por haber cantado algo imposible en el Truco. En la inexpresividad del humano se presenta una leve sonrisa al mostrar el seis y el ocho de copas.

-¡Mé mé mé meéeee!- ¡Le van ta téeee!, cacarea la oveja e interrumpe la fantasía.

Hugo a pesar de la sensación de vacío que sufre se despierta calmo, amigado con la vida y alegre consigo y con todo lo que lo rodea, incluido el animal que lo acaba de despertar del mejor sueño que tuvo en los últimos tiempos. Tuerce su cráneo hacia la oveja y la ve hurgarse la dentadura de rumiante con un mondadientes que sacó vaya uno a saber de dónde, y deduce que volvió a comer de su carne mientras dormía. Ruega a los cielos que hayan sido sus pies y no lo que oculta su calzoncillo. Mira para abajo y sus zapatillas todavía permanecen intactas. Sube la vista y descubre toda su osamenta pélvica resplandeciente; sin rastro de tela, de su carne ni de los cinco pesos.

-¿Y la guita qué tenía?

-Meé, meé- No sé, se hace la distraída.

-La pu…-Hugo acaricia al muñequito desnudo-. La pucha, hoy martes será mejor que ayer-. Arranca el vehículo (ya no piensa en ahorrar combustible) y con su mejor cara de esqueleto pobre, le dice al encargado del estacionamiento-. ¡Qué hermosa mañana!, ¿no le parece?

-Ya no sé qué es lo que me parece- al hombre le falta el brazo entero-. Hasta hace unos días pensaba que esto era algún tipo de plaga que caía sobre nuestro pueblo, hoy descubrí que es algo normal, algo que siempre se repitió en la historia.

Hugo no quiere polemizar con el encargado y afirma con la cabeza, esperando el momento adecuado para discutir el asunto monetario.

-¿Durmió bien?-pregunta el encargado al ver terminada la conversación sobre la historia.

-Encontré este lugar relajante e inspirador.

El encargado se rasca la carne de su hombro derecho mientras indaga:

-Hoy lo noto particularmente optimista y adulador, ¿hay algo que me quiera decir?

Hugo decide enfrentar sus responsabilidades y que las consecuencias pasen lo más rápido posible:

-Vea…, yo ayer le prometí que le iba a dar cinco pesos. Lamentablemente, por este asunto de la plaga, sufrí una terrible desgracia y no le voy a poder pagar con efectivo.

-¿Cómo me va a pagar?

-¡Meé, meé!-¡Qué no se le ocurra pagar con lo poco que queda de carne!, se queja la oveja.

-Tengo unas zapatillas talle 40 casi nuevas.

-No me van.

-Las puede regalar. Además le agrego un juego de medias, un pantalón con su respectivo cinto y una camisa sin una manga.

-No es suficiente. Aunque si le sumamos el muñequito desnudo que cuelga del espejo retrovisor tal vez lleguemos a un acuerdo.

-No le puedo dar…- Hugo lo piensa mejor, agarra el muñeco, lo despide con una caricia de sus falanges y lo entrega junto con el calzado y las demás prendas-. Que le sean útiles. Le agradezco mucho su gentileza, señor.

-Gracias a usted por su simpatía y su buen gusto para la pilcha.

Hugo se aleja del estacionamiento conduciendo en primera y con la convicción de mantener la marcha constante. Hacen dos cuadras y se encuentran en el medio de la calle con varios huesos humanos. Se baja y los retira del camino con el máximo de los respetos. Regresa al auto y deja caer su esqueleto en el asiento. Da marcha al motor, pero este no responde. Lo intenta dos veces más. No hay caso. Resignado al destino que le vino en suerte, mira a su oveja y gentilmente le acerca los últimos rastros de vida al morro. La borrega besa los pies y los empieza a comer, primero el derecho y luego el izquierdo. Es una calle melancólicamente arbolada de la ciudad y Hugo muere cuando el animal devora el último trozo de carne. Tras tragar, cierra violentamente sus dos ojos, las patas delanteras se pegan a las costillas y con los hombros hace fuerza hacia arriba. Sus cuatro estómagos se inflan y desinflan emitiendo un Meé como si fuese producido por una sinfonía de caños de escape oxidados. La oveja parece sufrir un importante dolor corporal, pero sin embargo se mantiene concentrada en su trance. Silencio en las entrañas. Separa sus parpados y gira la cabeza en dirección del esqueleto que pertenecía a su amo. Abre grande su boca y vomita un espeso líquido negro. Se recubren todos los huesos hasta adquirir las formas de un Hugo en carbón líquido. Éste ser cobra vida, abre su boca y suelta una bola de luz amarilla con el tamaño de una pelota tenis. El petróleo se refina a nafta, traspasa el piso alfombrado y llena el tanque de combustible sin desperdiciar ninguna gota. ¡Meé, meé!-¡Somos los pueblos unidos del sur!, se despide la bola amarilla, se tiñe a verde, atraviesa el tablero y va directo al sistema eléctrico. El auto se enciende. En la vereda un joven de pelo largo atado con colita rosa a la altura de la nuca y tatuaje tribal en toda la cara, escucha al auto en arranque y observa en el asiento del copiloto a la oveja con rostro ansioso. Se aproxima sigiloso y mirando a los costados. Al no ver a nadie cerca, abre la puerta y saluda gentilmente con la mano derecha. Silbando una triste milonga charrúa, retira los huesos de Hugo a la vereda, se sienta frente al volante y acelera el vehículo. Se abren las ventanas de los departamentos, las puertas de los autos y comienzan a asomarse decenas de ciudadanos. La mayoría tienen los cuerpos incompletos pero aun así cantan a viva voz:

Tú no pediste la guerra, madre tierra, yo lo sé. Dice mi padre que un solo traidor puede con mil valientes. Él siente que el pueblo en su inmenso dolor, hoy se niega a beber en la fuente clara del honor. En mi país somos duros, el futuro lo dirá. Canta mi pueblo una canción de paz, detrás de cada puerta está alerta mi pueblo y ya nadie podrá silenciar su canción y mañana también cantará.5

5. Adagio de mi país. Alfredo Zitarrosa.